El maestro es el que, enseñando, deja aprender Durante mucho tiempo hemos pensado que la esencia de la enseñanza consistía en lo que se transmitía: un contenido objetivo , formalizado, que se debía transmitir con autoridad y neutralidad. En la modernidad, ésa es la imagen dominante del aprendizaje. Sin embargo, éste es un saber que ya no “sabe” nada porque a nada “sabe”. Un saber sin “sabor”, insípido. Sin embargo hay otra manera, de enseñar y de aprender, en la que lo fundamental no es la materia sino la forma, no un contenido sino una relación , precisamente la que se establece entre maestro y discípulo. “No aprendemos nada con quien nos dice: Haz como yo. Nuestros únicos maestros son aquellos que nos dicen: hazlo conmigo”, (G. Deleuze) y que en vez de proponernos gestos para reproducir, saben emitir mensajes con los que confrontarnos (confirmándolos, asumiéndolos creativamente, rechazándolos…). En definitiva, “se aprende con alguien, no como alguien”. Existen dos formas de transmitir la tradición y sólo una de ellas corresponde a los auténticos maestros: “En primer lugar, el maestro que transmite la tradición tal y como él mismo la ha recibido, sin añadir nada de su cosecha, no se ve enriquecida. En segundo lugar, el maestro que transmite unos contenidos no sin antes haber aportado su punto de vista interpretativo personal sobre los mismos. En este segundo caso, el maestro reelabora lo que transmite, pero además le hace sitio al aprendiz, es decir, no lo transmite todo, en forma de un saber acabado, cerrado. Tiene en cuenta la importancia de dejar un lugar para lo no dicho, para lo que el discípulo mismo puede decir… el maestro debe aprender a callar para que el aprendiz encuentre su voz y pueda hablar. En este sentido, la enseñanza es una enseñanza silenciosa creada de palabra, la del discípulo”. El aprendiz es libre para aceptar lo que tan sólo se puede presentar como propuesta, como invitación.
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