América: tierra desconocida, misteriosa, prometedora, rica; continente de grandes extensiones, de ríos caudalosos, de civilizaciones milenarias, de mitologías. América: sonido y silencio, temor y esperanza, principio y fin. Eso representó el continente cuando fue descubierto por los europeos en los albores del siglo XVI y del Renacimiento. Españoles, franceses, ingleses celebraron el hallazgo de un Nuevo Mundo que les permitiría trasladar y vivir los ideales de una época deseosa de libertad, conocimiento y éxito: una época en que las fronteras –tanto terrestres como ideológicas– ya resultaban asfixiantes.
Para Europa, América era, en realidad, un Nuevo Mundo.
Pero América ya existía, ya era: quizá no como “América”, finalmente denominación europea, pero sí como continente, como realidad física y terrestre, como hogar de pueblos y culturas que fueron, y seguían siendo, al momento del encuentro entre dos mundos.
Dicho encuentro supuso un choque tanto para los descubridores como los descubiertos: para los primeros, América fue la posibilidad de iniciar una nueva etapa en un espacio virgen y prístino, en donde implantarían ideales y valores para construir una sociedad menos corrupta y más feliz que la europea. Para los pobladores indígenas, el encuentro fue sorpresa, desconcierto y finalmente, miedo y violencia. Pero de este descubrimiento mutuo, surgió América como concepto histórico, político, social y cultural. Y América sí fue el Nuevo Mundo, en el sentido de que se comenzó a gestar una cultura propia y una historia nueva.
Cierto es que durante los tres siglos posteriores al descubrimiento, América fue definida según parámetros europeos y en esa visión, el continente fue sinónimo de aventura y oportunidad, de magia y sueño, de herejía y utopía. A los ojos de los conquistadores, estas tierras eran exuberantes, ricas y mágicas:
Y así, este mar salvaje, con sus palmas de corozos y sus indios que
comían yuca y fumaban tabaco, se tuvo por almacén de fantásticos
tesoros. Los jóvenes del viejo mundo enloquecieron. De las islas tenían
que partir los caminos que llevaran a El Dorado. Las playas se creían
sembradas de huevos de oro; el fondo de los golfos, de perlas. Los
bosques, aromados de canela. Colón pensaba en la ciudad de los puentes
de mármol, de los relatos de Marco Polo. Afirmó que aquí estaba el
paraíso terrenal (Arciniegas 23).
Esta visión que concebía a América como paraíso y Utopía, como la tierra de El Dorado y a fuente de la Eterna Juventud, prevaleció. Pero, ¿cómo se definía América a sí misma?
La cuestión de la identidad de América –y en particular, de América Latina– no se resolvió con las independencias y la creación de los nuevos Estados. Los americanos se declaraban libres del yugo y al mismo tiempo, no podían romper totalmente con la Metrópoli. Hacerlo era imposible porque el idioma, las costumbres y el modo de vida eran un elemento vivo, una prueba y presencia del pasado del que buscaban librarse.
Así por ejemplo, a través del arte se pretendía mostrar la realidad americana –su naturaleza, sus tierras, su gente– desde una perspectiva propia, pero, paradójicamente, se utilizaban patrones de arte europeos. No fue hasta casi la mitad del siglo XX cuando América Latina comenzaría a descubrirse: revelación ante sí misma y ante el mundo. Dicha revelación se manifestaría en el ámbito artístico y en particular, en el literario.
Alejo Carpentier fue, sin duda, el primer escritor en ver a América. Visión renovada, propia, del pasado, presente y futuro del continente, de sus riquezas y problemas, de su originalidad y tradición. Carpentier afirma que América Latina puede definirse a sí misma porque tiene un acervo riquísimo en historia, tradiciones y experiencias que la liberan de los patrones europeos y que hace no sólo posible sino necesario prescindir de las definiciones extranjeras. América es la tierra de lo real maravilloso, que para Carpentier no es corriente literaria ni mito sino realidad, una realidad que fluye libremente y que hace del continente una tierra privilegiada porque le da la oportunidad de crear y aportar al mundo algo que le es único. Como señala Nogueira, lo real maravilloso “es una revelación privilegiada, una iluminación inhabitual, una fe creadora de cuanto necesitamos para vivir en libertad; una búsqueda, una tarea de otras dimensiones de la realidad, sueño y ejecución, ocurrencia y presencia” (cit. en Alejo Carpentier: América 11). Carpentier retrata esa realidad maravillosa en sus obras, en donde América Latina y el Caribe son lugares de sueños y retos en los que el hombre americano buscará ser. Lo que intentará el autor cubano en sus obras será entonces, construir una Utopía americana desde el punto de vista americano; en otras palabras, Carpentier será el utopista de América.
Pero, ¿no es la Utopía una invención de Europa? Sí, pero no es un concepto exclusivo. Así como en el siglo XVI los europeos convirtieron a América en su Utopía, en el siglo XX, con Carpentier, América podrá al fin buscar su propia Utopía y más aún: hallarla en sí misma.
Este ensayo pretende analizar el concepto de Utopía como parte de la historia, la esencia y la realidad de América Latina presentes en la obra de Alejo Carpentier y su impacto en la percepción del continente, analizando en particular, la novela El siglo de las Luces. Para ello, primero, se expondrá de manera breve el concepto de Utopía en el contexto del descubrimiento de América; segundo, se discutirá la importancia de dicho concepto en la visión del continente de Carpentier; y finalmente, se discutirá la presencia de la idea de Utopía en El Siglo de las Luces.
El concepto de Utopía implica la creación y existencia de una sociedad ideal en la cual la paz, la igualdad, la justicia y la armonía entre los hombres prevalezcan; es decir, una sociedad que le permita al ser humano vivir en paz y desarrollarse. Aunque ya en el siglo IV a.C. Platón definió lo que para él sería una Utopía –La República– lo cierto es que el concepto, como tal, nació en el siglo XVI, influido tanto por los ideales del Renacimiento como por el descubrimiento de América. Utopía sería la tierra de las leyes y el gobierno justo y de la buena voluntad entre los hombres y representaría la posibilidad de un nuevo comienzo. Pero, ¿por qué Europa necesitaba de una Utopía al iniciar una de las épocas más ricas y complejas de la humanidad?
Paradójicamente, al tiempo que Europa vivía una revolución en el pensamiento filosófico, político, social y artístico, también se veía a sí misma como un continente cansado, hereje y caótico:
Eran tiempos terribles como todos en los que el mundo del hombre, la
historia, rompe las duras cortezas del pasado y por las grietas rezuma
acremente la lava que formará las futuras tierras de cultivo. Las ideas
más hondas, tenidas por tales, descubren sus secas raíces y sólo los
utópicos se preocupan de preservar la simiente (Ímaz 11).
Y justo en ese momento surge la visión, la presencia de América. Como señala Ímaz:
…Después del otoño de la Edad Media, al europeo le hubiera consumido
la erupción de la primavera renaciente de no haber inventado —encon -
trado— a tiempo la Atlántida del Nuevo Mundo. Sólo el descubrimiento
del Nuevo Mundo —el descubrimiento de la Utopía— hace posible a
Europa conllevar aquella época terrible… (las cursivas son mías, 14-15).
En este contexto surgen los primeros utopistas del Renacimiento: Tomás Moro, Tomaso Campanella y Francis Bacon quienes, a través de sus libros, crearán las Utopías como respuesta a una percepción generalizada de que Europa necesitaba una restauración, en la cual el hombre ocuparía un lugar central en el mundo y en su propio destino.
América, afirma Fuentes en Valiente Mundo Nuevo: épica, historia y mito en la novela hispanoamericana, se convirtió en la Utopía de Europa: inventada por Europa, como diría Edumundo O’Gorman, pero también utopía deseada, necesitada y necesaria. Necesaria porque era una utopía proyectada en el espacio, espacio vehículo de la invención, el deseo y la necesidad europeos en el tránsito entre la Edad Media y el Renacimiento (52). Europa necesitaba espacio no sólo para las ciudades que crecían sino también para el escepticismo, el orgullo individual, la ciencia empírica, el amor y la imaginación sin Dios.
Así, para el hombre del Renacimiento, el Nuevo Mundo representaba el espacio extenso, puro y propicio para habitar y rehabilitar según el nuevo pensamiento filosófico, religioso y moral. Pero la invención y ubicación de Utopía en América presentó, desde su origen, una contradicción pues, ¿cómo ubicar un lugar que, en su propia definición se declara como un “no espacio”?
Tomás Moro, en su Utopía, habló de la creación de una sociedad que acabaría por compartir tanto las virtudes como los defectos de las sociedades cristianas y aborígenes (Fuentes 63). Pero, como advierte Esquerra en el prólogo del libro de Moro, “el Estado perfecto sólo puede existir en Ninguna Parte…Para Moro, el Estado ideal sólo es posible mientras siga siendo imposible, mientras no trascienda a la esfera de la realidad” (20).
Entonces, ¿por qué tantos filósofos y pensadores del Renacimiento e incluso de siglos posteriores, se empeñaron en ver a América como la sociedad de Utopía? ¿Había posibilidad de salvar esta aparente contradicción de la existencia de un lugar en un “no lugar”? Según Fuentes, no: “La invención de América fue la invención de la Utopía: Europa desea una Utopía, la nombra y la encuentra para, al cabo, destruirla” (58). Pero la creencia de la Utopía en América no podría desaparecer tan fácilmente.
El siglo XVIII sería un siglo de revolución en Europa. Y una vez más las ideas filosóficas, políticas y culturales de esa época se trasladarían a América porque ésta, en la imaginación europea, continuaba siendo la tierra perfecta para la propagación de la libertad y la igualdad.
A pesar de las crisis políticas que sufrió América Latina a finales del siglo XIX y principios del XX para muchos la Utopía aún podría encontrarse en el continente. En particular después de las dos guerras mundiales, la decadencia de Europa parecía confirmarse, cediendo el lugar a nuevas culturas; entre ellas, la americana. Y por primera vez, los americanos se veían e intentaba reconocerse en sus propios términos: en su geografía, en su riqueza, en sus realidades y retos, pero siempre con el objetivo de entenderse a sí mismos.
América ya no quería ser la Utopía de alguien más; quería ser, verse, sentirse como su propia Utopía.
Es precisamente en el contexto histórico y político de las primeras décadas del siglo XX en el cual aparece la figura de Alejo Carpentier, uno de los escritores cubanos e intelectuales latinoamericanos más importantes pero también, el primer visionario y utopista de América.
Lo más interesante de la vida y obra de Carpentier lo constituye el hecho de que fue uno de los muchos hombres que también buscó a América: la buscó en Cuba, en el componente afroamericano de su tierra; en y desde Europa, en los libros y crónicas de la épica del Descubrimiento, y trató de reconocerla y nombrarla por medio de las vanguardias europeas –que ya miraban de nuevo a América Latina y el Caribe como una tierra distinta, de esperanza ante una Europa rendida frente a la guerra– antes de abandonarlas y regresar al origen: el continente americano.
Carpentier logra evolucionar como escritor para así encontrar una visión propia de América y cambiar el rumbo de la novela latinoamericana del siglo XX. Pero es también el hombre que se supera a sí mismo: nacido en Cuba de padres europeos, con una educación importante en la tradición francesa y española y cuya carrera comienza en el París de la década de los treinta, Carpentier logra dejar atrás las ideas ajenas que condicionaban su idea de América Latina y el Caribe y definir, en términos propios y únicos, la identidad del latinoamericano y con ello, su propia identidad. Como señalan Díaz de Castro y Payeras Grau, Carpentier regresa a América por nostalgia y “porque así lo exigía su plena realización como hombre y como escritor. Su obra –él lo supo intuir muy pronto – debía ser necesariamente americana” (cit. en Alejo Carpentier: América 41).
Se puede afirmar que desde siempre, Carpentier escribió para y sobre América. Al igual que los millones de europeos que desde el siglo XVI imaginaron y viajaron al nuevo mundo, Carpentier, en el siglo XX, se atreve a imaginar y soñar con América y a descubrirla en cada novela, ensayo y cuento que escribe. Así como describió cómo los europeos soñaron con las tierras mágicas y ricas del continente, en busca de oro o de la vida eterna, de la misma manera él soñó, buscó y encontró a América. Y vio que era una tierra única, compleja, extraordinaria y que esa realidad podría ser descrita genuinamente sólo por los americanos. Vio que América podía y debía ser la Utopía de los americanos. Como indica Nogueira:
Alejo Carpentier constituye con su vida y escritura una de las grandes
voces que llaman, que claman por la presencia de América. Una América
de múltiples textos y contextos, de dimensiones diversas, pero encendida
en la maravilla de la vida que espera y ofrece, y alienta toda novedad
sorprendente, quicio de porvenir, de palabra y danza mágica (cit. en Alejo
Carpentier: América 9-11).
Para ello, Carpentier viajó y conoció América: Cuba, Haití, México y Venezuela, siendo esos viajes por el continente los que despertarían el fuego dormido del novelista. En Europa, Carpentier se había impuesto la tarea de conocer, a través de libros y documentos, la historia y literatura latinoamericanas. Pero es el encuentro –o más bien, reencuentro– con la realidad americana a través de una mirada renovada lo que le permitirá ver a América como la tierra de lo real maravilloso. Al descubrir esta realidad, el autor cubano descubre también que “América es el lugar donde la Historia se mezcla con la fantasía, donde la realidad es ficticia sin perder su concreción o coherencia” (Ariel Dorfman cit. en Alejo Carpentier: América 75).
Es en el prólogo de El reino de este mundo en donde Carpentier señala que América es una tierra única y con elementos suficientes para valerse por sí misma:
Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres
que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos
aún llevados: desde los buscadores de la fuente de la Eterna Juventud
hasta la áurea ciudad de Manoa…
Y lanza entonces la pregunta que modificará y marcará el rumbo de la narrativa latinoamericana del siglo XX, “¿pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”.
La presencia de lo real maravilloso en el pensamiento y obra de Carpentier revela también la búsqueda de la Utopía en América. Pero, ¿no se equivocaba Carpentier, al igual que los pensadores europeos de antaño, al intentar buscar un espacio que no tiene lugar? Fuentes señala que el lugar que no es no puede tener territorio y que por ello, la Utopía sólo puede tener tiempo; es decir, sólo puede tener historia y cultura, que son las maneras de conjugar el tiempo.
Y serán la historia y la cultura latinoamericanas y caribeñas lo que Carpentier expresará en sus obras, postulando así que América no ha agotado su caudal de mitologías; que lo insólito es lo cotidiano y que ello es patrimonio de los hombres y mujeres del continente. La Utopía aún está en América porque si la utopía es el recuerdo del tiempo feliz y el deseo de reencontrarlo y el deseo del tiempo feliz y la voluntad de construirlo (Fuentes 69), el hombre americano ha tenido el sueño y la voluntad de construir desde el inicio de los tiempos hasta el presente, sin dejar de tener fe. Esa búsqueda constante ha marcado la historia y cultura del continente.
Las crónicas y artículos periodísticos de Carpentier, producto de sus viajes por el Caribe y Venezuela, reflejarían la impresión causada en el escritor por la naturaleza, la geografía, la historia y la gente de América. Cánovas Pérez señala: “Cuando hace medio siglo, un escritor cubano tocó con sus manos las entrañas de la Amazonia, quizá no sospechara la importancia que él mismo y el acontecimiento tendrían, al transcurrir el tiempo. Ese hombre transformaría su encuentro con América en una visión” (cit. en Visión de América 9).
Los artículos publicados bajo el título de Visión de América, muestran la aprehensión de Carpentier de un mundo nuevo a su propio conocimiento y atestiguan el impacto que provocó el viaje a una de las zonas más intrincadas de América. De hecho, la lectura de esos artículos revela lugares y anécdotas que el autor desarrollará posteriormente en su narrativa. Ante ríos de aguas oscuras, casi negras, y cerros que siguen siendo la morada de las Fuerzas Primeras, Carpentier reconoce que los hombres aún son “nuevos ante un paisaje tan nuevo, tan poco gastado, como pudo serlo para el primer hombre el paisaje del Génesis” (Visión 22). Asimismo, Carpentier señala de manera constante cómo América despertó en el hombre europeo la ambición y el deseo de encontrar la Utopía en el Nuevo Mundo, persiguiendo una leyenda durante siglos, “uniendo extrañamente el propósito de saquear el oro de Manoa, el anhelo de hallar una Utopía, una Heliópolis, una Nueva Atlántida, una Icaria, donde los hombres fuesen menos locos, menos codiciosos, viviendo una historia no empezada con el pie izquierdo” (Visión 55).
Carpentier también cree en la Utopía y su narrativa lo revela en menor o mayor medida. Pero si Utopía no tiene lugar en el mundo, ¿dónde la ubica Carpentier? Él la encuentra en el tiempo del mundo, es decir, en la historia y cultura de los pueblos y del pueblo latinoamericano, y en el tiempo de su narrativa y su literatura. Entonces, sostiene Fuentes, “la Utopía aparece como tiempo, sí, pero sólo un instante en el tiempo, una posibilidad deslumbrante de la imaginación” (142). Instante que hace a la Utopía “tangible en obras, sensible en recuerdos, de una vida lograda, de un destino impar, de una existencia afirmada en hechos…” (Carpentier Visión 54).
América será el tema en la narrativa de Carpentier y en ella refleja fragmentos de la presencia de lo real maravilloso. De igual manera, a través del lenguaje hace posible la existencia de la Utopía en el tiempo y la mente de los americanos. Como señala Alegría:
El idioma de Carpentier se levanta como una catedral en la selva, se
asienta o vuela, se ilumina o se ensombrece, se enjoya hasta cegarnos, se
retuerce o se estiliza, resuena en infinitas cadencias, estalla en colores, o
se afirma en pátina de pintura antigua. Es, al fin, instrumento mágico
[…] Carpentier despierta misteriosas resonancias que pronto invaden el
mundo de las sensaciones y las ideas (111-113).
La narrativa de Carpentier es bella y única no porque describa un mundo utópico ingenuo sino porque retrata una Utopía en la que el hombre desea y lucha por una mejor sociedad y el desarrollo de la humanidad, y busca ser y hacer algo en el reino de este mundo, entendido no como espacio sino como tiempo y posibilidad.
Lo anterior se reflejará en novelas como El reino de este mundo y Los pasos perdidos. Los personajes de estas historias creen, buscan o están en el viaje hacia Utopía. Por ejemplo, Ti Noel pasa la mayor parte de su vida, junto a los demás esclavos de Haití, esperando el regreso de Mackandal para así liberarse del yugo de los blancos. Sueña e imagina una tierra sin esclavitud ni hombres blancos en donde los dioses y ancestros africanos recuperan su fuerza y vuelven a reinar. Ésa es la Utopía de Ti Noel. Pero incluso, cuando al final de sus días se da cuenta que “en el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar”, simultáneamente, en un instante de revelación sabe que “hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de Este Mundo” (Carpentier El reino, 148). La Utopía todavía puede alcanzarse, vivirse porque ella existirá mientras el hombre no deje de buscarla.
Los pasos perdidos es el encuentro y la conquista de la Utopía pues el narrador ha estado y ha vivido su tiempo perfecto, su instante eterno (Fuentes 133) aunque termina abandonando la ciudad perfecta. Sin embargo, como latinoamericano ha encontrado la Utopía remontándose en el tiempo y ha comprobado que, a pesar de ser un instante más bien fugaz, ésta sí es posible.
El siglo de las Luces aparece en 1962. La década de los sesentas es, para algunos de los estudiosos de Carpentier, una época de cambio en su narrativa. González Echeverría señala que El siglo de las luces “abre un nuevo periodo en su escritura, un periodo de recapitulación” (277) y que por primera vez hay una clara separación entre los dominios humanos y divinos. También considera que la novela constituye un contrapunto crítico entre dos modernidades, la de la Ilustración y la actual y que oculta un experimento radical con la historia y la narrativa (290). Rodríguez Puertólas define a la novela como una “auténtica meditación sobre la teoría y la práctica de la Revolución (se trata de la llegada a América de los presupuestos de la Revolución Francesa)” (cit. en Alejo Carpentier: América 83).
El siglo de las Luces retrata el impacto de la llegada de las ideas de la Ilustración y la Revolución Francesa al Caribe, visto y vivido por dos jóvenes americanos y un europeo: Esteban, Sofía y Víctor. Carpentier se mueve entre Cuba, Haití, Francia, Guyana, Surinam y España y en cada ciudad americana y capital europea, es posible reconocer el estado de la Revolución a través del desarrollo de los personajes. Esta novela entonces, parecería ser una obra representativa de la historia de América Latina y el Caribe pero en el plano ideológico.
Padura Fuentes comenta que esta novela ofrece un tratamiento diferente de lo real maravilloso americano y que,
En El siglo de las luces, sin licantropías, pactos con la naturaleza ni viajes
invertidos en el tiempo, lo manifiestamente maravilloso resulta estar tan
difuminado en la obra —dejando ante todo de ser manifiesto—, que los
estudiosos parecen haberse olvidado de esta manoseada categoría (359).
Pero entonces, ¿es posible reconocer en El siglo de las luces elementos de lo real maravilloso y, más aún, de la Utopía? Como apuntan algunos críticos, Carpentier, ¿no sugiere el fracaso de los ideales de la Revolución Francesa en tierras americanas y el fracaso, una vez más, del sueño de la sociedad ideal en América? Es innegable que en esta novela, Carpentier cambia el tratamiento de la realidad maravillosa en el continente, pero no la desaparece. Tanto el elemento histórico y el individual ocupan un lugar central en el desarrollo de la novela, pero no implican un cambio en la visión de la esencia del continente. Padura Fuentes indica que en esta obra sí hay una ruptura carpenteriana respecto a la visión de lo real maravilloso y que la manifestación de éste será una excepción en el entramado de relaciones de la novela pero, también reconoce que dicha ruptura es metodológica (366). Es decir, Carpentier encuentra una manera distinta de exponer su visión de América de tal manera que, si bien los elementos mágicos y míticos no ocupan un primer plano, éstos no han dejado de estar.
La revelación de América como imaginación, sueño y Utopía en El siglo de las luces se difumina en la tenue iluminación que Carpentier le da, pero esta iluminación, al mismo tiempo, realza la belleza de la imagen: en este continente existen todavía una geografía alucinante y una cultura viva que son fuente de sueños y fuerza en los hombres y mujeres americanos.
Carpentier no abandona la noción de Utopía y ésta se presenta desde distintas perspectivas. Tras la muerte del padre Sofía, Carlos y Esteban se encierran durante meses en la casa familiar, cortando cualquier lazo con el mundo; casi olvidándolo. Así, crean su propia sociedad y convierten el espacio de la casa en un mundo de posibilidades infinitas a través de los libros y obras de arte, en noches que transcurren mientras arman objetos científicos que les parecen incomprensibles y viven sin horarios, comiendo a media noche, platicando recostados en un armario y planeando viajes a Madrid que no pretenden realizar en el corto plazo. Son felices así, desentendidos del exterior porque los tres han construido un tiempo sin tiempo ideal para ellos: su Utopía.
Sin embargo, este mundo ideal termina con la aparición de Víctor Hugues, a través de quien Carpentier presenta la visión europea de América. Hugues trae consigo los ideales de la Revolución Francesa al Caribe, convencido de que en estas tierras dichos ideales sí triunfarán. Para él:
Las Antillas constituían un archipiélago maravilloso, donde se encontra -
ban las cosas más raras: áncoras enormes abandonadas en playas
solitarias; casas atadas a la roca por cadenas de hierro, para que los
ciclones no las arrastraran hasta el mar, un amplio cementerio sefardita
en Curazao […] galeones hundidos, árboles petrificados, peces
inimaginables; y, en la Barbados, la sepultura de un nieto de Constantino
XI, último emperador de Bizancio, cuyo fantasma se aparecía, en las
noches ventosas, a los caminantes solitarios…(Carpentier, El siglo 37-38).
Esta descripción que Hugues, francés ilustrado del siglo XVIII, hace sobre América bien podría ser la idea del hombre del Renacimiento pero también, la idea de un americano que como Carpentier, conocía la historia y cultura del continente.
Sin embargo, es a través de los ojos de Esteban que, poco después de la mitad de la novela, aparece de manera sutil pero clara la revelación de la Utopía del Caribe y de América. Esteban regresa desilusionado de Europa, en donde creyó encontraría una nueva Utopía, y convencido de haber vivido entre bárbaros. En sus viajes por la región del Caribe, será capaz de observar la geografía del continente y verla quizá, por primera vez.
Así como señala Padura Fuentes, la presencia del subcapítulo XXXIV en el capítulo cuarto, el cual parece desgajado del argumento, es como una profesión de fe carpenteriana en torno a la maravilla esencial del universo en que se ha movido la tesis de la novela y las actuaciones de los personajes. Así:
Esta prefiguración de lo ideal, de la utopía —otra vez en el sentido recto
de la palabra, de lugar inexistente— funcionará, sin embargo, muy
adecuadamente en una novela donde a cada momento se manejan ideas
e ideales […] De este modo, toda la idea del Caribe, de su misma
existencia y revelación, queda resumida poéticamente en la búsqueda
de una dimensión mítica, de su propio mito de Tierra Prometida, de
rutilante Imperio del Norte, multiplicado por siglos desde la gran
migración de los indios caribes en busca de un mundo mejor hasta la
llegada de un Cristóbal Colón atraído por la presencia del Paraíso
Terrenal… (370).
En las reflexiones de Esteban sobre América y el Caribe, Carpentier rescata la majestuosidad de la geografía del continente y la existencia, desde antes de la llegada de los europeos, de la Utopía americana. La Utopía no es necesariamente una invención europea, pues ya tribus como los caribes habían soñado y buscado una Tierra de Promisión, representada en la mítica sociedad de los mayas, que respondería al anhelo eterno de que “había, debía haber, era necesario que hubiese en el tiempo presente –cualquier tiempo presente– un Mundo Mejor” (Carpentier El siglo 280).
Así, Esteban se maravillará ante tormentas en las cuales el viento impone sus tempos a la basta sinfonía y que transforman los arroyos en riadas al tiempo que:
Echado sobre una arena tan leve que el menor insecto dibujaba en ella la
huella de sus pasos, […] desnudo, solo en el mundo, miraba las nubes,
luminosas, inmóviles, tan lentas en cambiar de forma que no les bastaba
el día entero, a veces, para desdibujar un arco de triunfo o una cabeza de
profeta. Dicha total, sin ubicación ni época. Tedeum… (Carpentier El
siglo 202-203).
Carpentier, a través de Esteban, afirmará que América es ese Mundo Mejor ya que en el continente, en sus formas y en su tiempo hay una dicha total sin ubicación ni época; un único instante en el tiempo y en la imaginación en donde se puede encontrar la Utopía “mirando un caracol, uno solo, para así entender la Ciencia de las Formas desplegada durante tantísimo tiempo frente a una humanidad aún sin ojos para pensarla” (Carpentier El Siglo 203).
Utopía es sueño, quimera, deseo y anhelo de una vida mejor; es ideal que si se materializa se destruye. La Utopía es y no es: no hay sociedad perfecta y sí la hay, existe por un instante tan breve pero tan deslumbrante que el ser humano volverá a buscarla, dedicando, de ser necesario, toda su vida a dicho objetivo. Es, sin más, anhelo de todo hombre, mujer y cultura porque representa la esperanza de la armonía. La Utopía ha sido un elemento particular e importante en la relación entre Europa y América y los ha vinculado desde hace más de cinco siglos.
A pesar de los contrastes, de la complejidad de su composición social, de las crisis de identidad, de los problemas políticos y económicos, de un pasado y un presente que todavía intentan reconciliarse, América ha sido considerada, en innumerables ocasiones y durantes siglos, como la Utopía, por ser tierra de culturas antiguas y secretas, en donde la comunidad sigue siendo el factor de unión; de naturaleza exuberante y lugares inmensos que poco han sido alterados por el hombre. En esta inmensidad de espacio y tiempo, ¿cómo no imaginar la posibilidad de un nuevo comienzo?
Aunque Europa inventó la Utopía de América, América, a medida que fue consolidando una identidad independiente de los colonizadores se dio cuenta que su riqueza era inagotable; sus posibilidades, inmensas, y los retos, necesarios. América era complejidad, contradicción, riqueza y potencial y ya se reconocía como ello.
Si bien en el pasado los mismos hombres y mujeres americanos habían intentado comprender su contexto y continente, es Alejo Carpentier quien ve a América y se maravilla ante lo cotidiano. Conocedor de la visión europea, el autor cubano entiende el estupor causado por el continente en esas mentes ya que aquí, lo fantástico se hace realidad y porque él mismo, como americano lo observa, lo vive y lo describe:
Ahora me encuentro ante un género de paisaje que ‘veo por vez primera’,
que nunca me fue anunciado por paisajes de los Alpes o de Pirineos; un
género de paisaje que sólo había intuido en sueños, y del que no existe
todavía una descripción verdadera en libro alguno (Carpentier, Visión 34).
Y entonces Carpentier realizará la descripción verdadera en libros y novelas que revelarán por qué la Utopía continúa siendo posible en América, no sólo como sociedad ideal sino como tiempo en que el hombre encontrará dentro de sí mismo la fuerza para querer mejorar lo que es. Ahí también está Utopía, en ese instante en que el ser humano desea ser y hacer algo y cambia su destino.
Para Carpentier las posibilidades de América no están agotadas: es y será la tierra de lo real maravilloso y en esos elementos insólitos y únicos de la realidad americana se encontrará la chispa que animará y dará vida a la Utopía. En sus obras, América es el tema constante e inagotable, que despertó, despierta y despertará siempre ese deseo de ser y hacer más. Carpentier se dedicará además a buscar, con nostalgia y fe, pero con honestidad, esa Utopía en América Latina a través de sus novelas.
El siglo de las luces es la obra en la que Carpentier cambia el tratamiento de lo real maravilloso y pone énfasis en la búsqueda de la conciencia americana en un periodo histórico relativamente moderno: la Ilustración. Pero ello no significa que Carpentier haya cambiado su percepción la realidad americana; simplemente –y ahí la maestría de su narrativa– el autor logra retratar, en su escritura, lo que postuló en su Prólogo y es que lo real maravilloso se encuentra a cada paso y que los sucesos extraordinarios para otros, son lo cotidiano para los habitantes de América.
En esta novela Carpentier no necesita ya enfatizar en cada página la presencia de los elementos maravillosos y únicos que hacen de América una Utopía y en ello radica la belleza de la obra. Carpentier confirma que América es Utopía; que es un instante en el tiempo y en la mente de los hombres y que existirá mientras no se deje de buscar.
En El siglo de las luces no es necesario encontrar brujos, prácticas mágicas o viajes que remontan en el tiempo para imaginar a América y verla como Utopía. Sin ellos, aún es posible ver y vivir ese tiempo en que el hombre puede admirarse y aprehender la verdad contenida en un caracol, uno sólo. Carpentier permite encontrar y estar en Utopía, por un solo instante en el tiempo, el tiempo de la literatura, que a la vez es breve y eterno. En una imagen, una sola, Carpentier regala una visión de América que permite ver la Utopía un instante y no dejar de buscarla toda la vida, hallándonos en donde:
Sobre un mar yermo, el cielo cobraba un peso enorme, con aquellas
constelaciones vistas desde siempre, que el ser humano había ido
aislando y nombrando a través de los siglos, proyectando sus propios
mitos en lo inalcanzable, ajustando las posiciones de las estrellas al
contorno de las figuras que poblaban sus ocurrencias de perpetuo
inventor de fábulas […] era un modo de simplificar la eternidad… (El
siglo 339-340).
Simplificar y conservar por siempre en la memoria, tanto personal como histórica, las imágenes de la vida y la eternidad que iluminarán el camino del ser humano en su búsqueda de Utopía.
Utopía se deriva del griego u, que significa “sin” y topos, “lugar”: es decir, utopía es “sin lugar” o el “lugar que no existe”.
Resulta interesante el hecho de que, a su regreso a Cuba en 1939 Carpentier se
considerara un turista cubano en La Habana y realizará una serie de cinco
crónicas en las que describe cómo un hombre regresa a su ciudad después de
años de ausencia y “se sitúa ante las cosas propias con ojos nuevos y espíritu virgen
de prejuicios” (Carpentier, cit. en Padura Fuentes, 110).
En 1947 Alejo Carpentier realizó un viaje por Venezuela y la región del Alto
Orinoco, en donde tuvo la oportunidad de convivir con las tribus más
elementales del Nuevo Mundo. El autor declararía que “remontar el Orinoco es
como remontar el tiempo” (cit. en González Echeverría, 215).
Fuentes considera que Los pasos perdidos es una Utopía auténtica que se
encuentra en la posibilidad que su sustancia lingüística, erótica, musical y
mítica, ofrece de construir una historia y un destino con diversas lecturas libres
(137). La concepción carpenteriana de la Utopía se consolida en esta novela
porque el personaje-narrador encuentra este lugar en el tiempo, aunque no dura
más que un instante.
González Echeverría considera que esta novela es un regreso en el cual
Carpentier reescribe la ficción de El reino de este mundo y Los pasos perdidos y
haciendo una “diferencia que estriba en la ruptura del círculo demónico en el
cual la historia, movida por fuerzas naturales, se hallaba atrapada en el interior
de la novela” (297). Stephen Henighan sugiere que El siglo de las luces comparte
características con las teorías de los procesos de descolonización y del centroperiferia
(177).
Cuando Víctor Hugues habla de la sepultura del nieto del último emperador
de Bizancio ubicada en Barbados, es interesante recordar el paralelismo del
descubrimiento de la figura histórica de Hugues por Carpentier, quien sostenía
que la había encontrado, casi por casualidad, en una escala no planeada en la isla
de Guadalupe, cuando viajaba a París.
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