| Dejamos  nadar a la imaginaciónen el mar de las posibilidades
 Nos trajeron desde lejos. Vivíamos tranquilos en el rancho, yo con mi  mujer y mi hija. La vida era buena en el campo, llevábamos una vida sencilla,  comíamos lo que sembrábamos, y lo único que necesitábamos para ser felices era  la familia. Cuando nos aburríamos veíamos el atardecer, el sol bajando por las  lomas, verdes llenas de pasto y flores  amarillas. Las aves volaban a sus nidos en parvadas  que parecían nubes grises. Ese día podía ver  a mi hija correr en las llanuras, con mi esposa a mi lado, abrazados. Ese día  ella llevaba puesto un vestido blanco, con unas manchas de café. Sin previo  aviso llegaron, todo fue muy confuso y muy rápido, yo trate de defender a mi  esposa y a mi hija, con todo mi poder, con toda mi fuerza, con todo mi miedo y  con toda mi frustración. Eran varios y sus movimientos eran muy ágiles,  esquivaban mis ataques y poco a poco me fueron enredando en su telaraña, en su  trampa. Me amarraron como puerco, de las patas y los brazos, me pusieron una  bolsa en la cabeza. Oscuro sin ver. Recuerdo que lo último que vi, sólo fue por  un instante: mi hija y mi esposa alejándose por el llano interminable, con un  paso calmo. Lo que sigue se torna confuso impreciso y casi indescriptible. Me  subieron a un vehículo, lo recuerdo por el sonido del motor y su inestable  avance por las colinas. Me iba zarandeando y pegando contra las paredes de la  caja. Me trasladaron, calculo, por un día y medio, hasta que llegue aquí como  todos ustedes. Sus voces las maldigo seis veces. Recuerdo lo que dijo el  soldado al bajarme del vehículo. Aquí viene otro más, listo para morir el  próximo domingo. Esa es mi historia compañeros y al parecer es muy parecida a  la de todos los presentes. Sólo de una cosa estoy seguro: hoy es domingo y hoy  morimos los prisioneros que estamos en esta celda. Solo una cosa lamento: no  poder ver nunca más a mi hija y a mi esposa.
 “Ya está empezando”, dice el hombre que parecía  un gigante, aparentaba medir más de tres metros, con cuartos fuertes y  musculosos. Con el pelo negro mosca, casi tirándole al verde oscuro. Silencio,  alguien viene. Una multitud se escucha fuera de la prisión. Llegan cinco  guardias armados con lanzas, con sus botas altas y sus uniformes negros  idénticos. Señalan a un viejo de cabello gris. Tú, levántate, es tu turno. El  viejo sin inmutarse grita: ¡exijo una explicación de todo esto! Los soldados  con una sonrisa burlona. Se acercan y con sus lanzas lo empiezan a azotar, el  viejo encabronado se abalanza cual estampida hacia ellos. Lo esquivan, el viejo  ha salido a un pasillo, siente que ha escapado. Se cree libre. Corre hacia la  luz, que en muchos casos significa “salvación” pero en este caso; corre hacia  su muerte. Salen los soldados del cuarto lleno de nuestros propios excrementos.  Afuera se oye la muerte, el aire sofocante y pesado nos recuerda con cada brisa  nuestro sino. El gigante pide silencio, y todos nos ponemos a escuchar el  alboroto. Se oye una música de trompetas, tal vez tocadas por arcángeles. Unos  tambores retumban en la arena. Pasan 5 minutos de euforia colectiva. Los gritos  casi a al extremo gutural. Del fondo pasillo oscuro sale un soldado montado en  una bestia, con armadura. Se pasa de largo y ni siquiera nos voltea a ver.  De repente se oye al viejo rugir, no de  coraje, no de enojo, pero sí de dolor. Una y otra vez suena su voz, con un eco  que nunca podré olvidar.  Dentro del  barullo pude distinguir los pasos trémulos del viejo escapando. Escapando de  una muerte segura. Una y otra vez el viejo gritaba, pedía piedad y rogaba por  su vida. Hasta que todo se quedo en un silencio relativo. Un silencio que  sonaba al preludio de la muerte. Frío, cruel y eterno se sintió ese silencio.  En un último brío de dignidad, coraje y honor, el viejo se lanza contra su  atacante. No contaba con que el hábil tirano escondió una daga atrás de su capa  roja. La espada penetró en la prolongada joroba del viejo, le atravesó el  pecho, el corazón y el pulmón izquierdo.   Ni muerto olvidaré el sonido del viejo muriendo. Fue tan suave su último  suspiro. Tan débil y tan harmónico. Vimos pasar el cadáver del viejo por el  pasillo, jalado por un par de mulas. Su cuerpo desfigurado. Tronado hasta el  ultimo pedazo, sus ojos con sangre, las tripas de fuera, sin orejas, sin rabo,  con heridas múltiples en cada centímetro de su piel. Qué espectáculo tan  grotesco es el que disfrutan esos malditos.
 
 “Viene la segunda vuelta, uno más de nosotros  tendrá que morir”, dice el gigante. De nuevo los custodios llegan con sus  lanzas de prepotencia y sus espadas de arrogancia. Uno señala hacia mí, es el  destino, mejor que termine rápido ―dije  para mis adentros―. Una sombra  se levanta a mi lado derecho. Un flaco, con el pelo enmarañado, muy pálido, se  apeó. Las piernas del cachirulo temblaban y serenamente caminó hacia ese  pasillo (destino).
 
 Es como un circo romano, todos se reúnen para  ver mi ejecución. Perverso es con lo que se divierten. Pero lo perverso es un  arma de dos filos, digo yo. Les echare un maleficio. Son nueve los gladiadores  que esperan en la arena. Embisto al primero, sus movimientos son ágiles, es un  bailarín y está en su escenario el infeliz. Me burla una y otra vez. Lo dejo  atrás, trato de pelear con los demás pero igual sólo se burlan de mí. Me dicen  al oído, “¡que lento!, eres un poco torpe y bruto”. Estoy en el centro de la  arena, un círculo perfecto. La parca sale montada en un corcel negro, con los  ojos vendados. Un caballo traído desde el mismo infierno. Se abalanza contra  mí, no me queda más que recibirlo como va. El jinete me clava su lanza en el  lomo, ahí en donde más duele. Mis ojos ven la arena del piso, con una tonalidad  mostaza, se tiñe con gotas de tinto. Una tintura que viene de mí. Del torrente  que alimenta al corazón; es mi propia sangre. Me siento mareado, desubicado.  Lejanos los gritos confusos escucho. Y me siento morir. La lanza deja de punzar  el cuero. La parca se va resignada por donde vino. Alguien me grita, alguien me  llama, por favor que sea Dios que viene a rescatarme. Giro la cabeza y con  desilusión veo a mi contendiente. Chaparro, gordo y negro es él. Trae en cada  mano un cuchillo. ¡Venga!, peleo contra él aun en desventaja, ¡que más da! A  mano limpia. No me puedo mover como antes, soy lento y torpe. A cada paso que  doy el da tres. Me clava los puñales en la espalda una y otra vez. Siento que  me voy a morir, pero sigo de pie. Burla mis ataques una y otra vez. Disfruta de  mi dolor y no lo culpo. En este momento no puedo culpar, ni odiar, ni sentir  nada, sólo quiero morir. Parado en una esquina estoy. La gente se calla y se  pone muy atenta. A veinte pasos está el que me dará muerte. Se siente un aire  frío que roza mis heridas y hace que ardan de dolor. Es el preludio a lo  inevitable. ¡Y voy! ¡Y voy! ¡Y voy! ¡Y él viene! El choque inevitable, la  espada rebana mi cuerpo. Me siento victorioso, en el último instante les aventé  un hechizo a todos estos sádicos. Un maleficio que los hará sufrir por el resto  de la eternidad. Sentirán mil veces mi dolor cuando yo muera. Falta poco y todo  está borroso. Me amarran a algo y jalan mi cuerpo, dejando un rastro de sangre  tras de mí. El pasillo. ¡Oigan!, no teman, les eché un male…
 Así fueron matándolos a todos. Ya han pasado dos  horas y llevan cuatro o cinco ejecuciones. Quedamos el gigante y yo. Es un  volado y la apuesta es quién va primero. De cualquier forma perdimos todas las  monedas en el casino de la vida. Llegan los guardias y nos dicen “conocen el  protocolo: tú, grandote, vas”. Volteo a mi lado derecho y el gigante ya no está.  Registro con la vista hasta el último rincón del calabozo y no encuentro al  gigante. Alguien me pega en la cabeza con un fierro. El soldado número tres  dice: “¡eh, tú, gigantón, mueve las patitas”. Estoy alucinando, al parecer el  gigante con pelo negro mosca casi tirando a verde oscuro soy yo. Creo que ahora  sí me he vuelto loco. Pero, ¿cómo puede ser?, si somos dos personas distintas, ¿o  somos uno mismo?, ¿o será cuestión de percepción? Salgo al largo pasillo. Mis  pensamientos divagan a una velocidad extraordinaria en mi cabeza. Imágenes que  me hacen recordar los buenos tiempos. Veo la luz tenue de un atardecer que pudo  ser hermoso y ahora sólo cabe una imagen en mi mente: mi hija y mi esposa  deambulando por toda la eternidad en el llano interminable.
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