Su nuevo sencillo, “Se nos oxida Comala”, se colocó rápidamente
en los primeros lugares de popularidad de las radios alternativas.
Había pocos grupos de rock combinando literatura y música en
el país; ellos lo hicieron perfectamente por lo que obtuvieron la
respuesta inmediata de la banda maciza. La universalidad de su
música causó que cabelleras largas, lacias y negras se movieran al
ritmo denso del nuevo éxito, mientras pelucas engominadas y
relamidas al más puro estilo juarista hacían lo propio con la
canción adecuada para el slam.
En unos cuantos meses el sencillo sonaba en la principal radio
de música rock del país y no tardó mucho en aparecer en las
recopilaciones piratas de Tepito. La disquera Boa Vengadora,
promotora de lo más profundo y poco explorado de la escena
musical, decidió grabar el disco de Los Juanes —nuestra banda,
no confundir con artistas de pop o baladas, más bien eran
parecidos a Los Ramones y a Los Rodríguez— y contratarlos
para dar una gira en el interior de la República.
El grupo estaba conformado por Horacio Olvera, el pelón
vocalista de la banda, el Malanoche, guitarrista de la ciénaga
colombiana, el Jaguar, bajista comúnmente molestado por su corte
militar, y por último, y con redoble de batería, estaba el Chac Mool,
nacido en Panamá pero entrenado en México en el arte de pegarle
duro al bombo. En menos de tres meses, estos especímenes de la
cloaca fueron pedidos cada vez más por la raza, secuestrados por
los programas de rock de televisión de paga y por marcas de ropa
deportiva.
Después de su aparición en televisión, el éxito de su sencillo
alcanzó lugares difícilmente comunes para una banda de rock.
Cambiaron su look al emo-tivo color rosado con negro, y, en
menos de un año, fueron invitados al Vive Latino, alternando con
Café Tacvba en un horrible cover de la canción “Macondo”—del
peruano Diez Canseco—. Para ese entonces, ya habían dejado de
comer epazote, chupaban fino y no aceptaban cualquier cuarto
en los hoteles: debían tener el derecho por excelencia de todo
rockero a destrozar la suite principal.
El concierto definitivo para su carrera, la coronación de sus
alaridos en la digna monarquía del rock en español, fue en el
Palacio de los Deportes —o de los rebotes, por los trancazos del
slam y el sonido semejante al de un cuete chiflador—. Ahora se
presume como la mejor tocada de la década…
Luvina, un poco triste
perdiste la oportunidad de soñar
Oh Luvina, en tus mil metros de alto me caí
Y las heridas que me hiciste, dolieron casi tanto como tu…
Uuuuuuuoh! oh!
—No friegues, qué chingón, es mi rola “wey”, es mi rola, —se
escuchó una voz perdida haciendo eco entre las miles de
asistentes prensadas contra las primeras filas del escenario—.
¿Cuál fue el saldo del concierto? Los primeros golpes al corazón
comenzaron con una conocida balada hardrockera que ablandó el
alma de las jóvenes entusiastas. En la pasarela musical, desfilaron
canciones que mermaron poco a poco la capacidad vocal de las
grupis fieras. Por último, un técnico se cayó del escenario y se
fracturó la pierna izquierda (el precio de la fama lo paga el staff).
El sonido, siempre malo del Palacio, estuvo peor que nunca,
mas no impidió el desfile de los éxitos coreados por todos, esos
himnos que en pocos años se hicieron clásicos del rock en tu
idioma: “Homenaje a Alirio Noguera”, “La huelga de Asterión”,
“La oveja roja”, “She talks to Machu Pichu”, “Mil horas de
soledad”…
Ya cuando los esfuerzos de la gente por mantener el cuello en
dirección al escenario habían desaparecido, y las ambulancias no
se daban abasto con las jóvenes entusiastas desmayadas por elorgasmo musical colectivo, sólo entonces, fue tiempo de cerrar el
concierto con el más grande éxito de Los Juanes: “Se nos oxida
Comala”. El baterista dio un golpe seco con la baqueta, se va
desahogando el potente ritmo Y
junto a la Media Luna
Quedó siempre
Aquel desparramadero de piedras
Que fue tu amor…
Se cuenta que en el momento cúspide de la rola, el vocalista no
pudo más, lo vieron arrojarse del escenario por el frenesí del
momento, el público se abalanzó sobre él, todavía persisten las
imágenes en la memoria de los asistentes:
Lo acariciaron, lo llenaron del oro líquido de la cerveza y lo
alzaron como trofeo de caza, resplandeciente por las luces del
escenario. Bola de cristal que reflejaba miles de colores rojos y
amarillos en diferentes tonos que se agazapaban sobre él. Lo
besaban, dejando su cuerpo tatuado de labial negro, era todo un
rock star.
Entonces, el Malanoche terminaba el poderoso solo de guitarra,
la gente extasiada se abalanzó contra el pelón Horacio. Arrastrado
por la euforia de las alturas, las manos lo transportaban como en
una banda elástica. Él es el producto y es la mercadotecnia que
se aleja de todo contacto visual.
En los últimos DVD´s recopilatorios de la historia de la banda,
los demás músicos cuentan que alcanzaron a ver todavía las
manos agitadas del pelón, adentrándose en la oscuridad de la
distancia de la fama, su cuerpo carcomido en polvo ocre rojizo.
Habían sentido en ese instante la inevitable sensación de que
también ellos se comenzarían a oxidar en unos cuantos años, y
tendrían que desintegrarse, volverse a juntar, reescribirse y
arruinarse ganando el senil premio Nobel del Rock.
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