| Veías a través  de una rendija el patio lleno de descuido. Cacharros viejos, una yunta podrida,  tres marranos que hurgaban entre las llantas viejas y una gallina culeca.  Recordaste a tu mujer en el viejo catre que gimió pasión la última noche antes  de partir. Miraste por última vez tu casa maltrecha y sólo le diste un beso al  pequeño envoltorio que tu esposa sostenía en sus brazos. Los demás llegaron con  el crepúsculo atado en las sandalias.  Tu mirada se unió a la de ellos hacia un camino que algunos no volverían a ver.  La única lágrima en los ojos, se volvió sal de tus pestañas. 
 Caminaste varias horas a través de aquella selva de hermandades asesinas  con pechos tatuados y brazos filosos. Te escondiste junto con los otros siete y  esperaste paciente junto a las vías. Una hora, dos horas, tres horas que eran  aguijoneadas sin piedad por los mosquitos. Oías las respiraciones en la  penumbra que sonreía macabra. Viste una luz aproximarse. Se prepararon para  saltar sobre aquella sombra. Pasó frente a ustedes con la lentitud de una  bestia somnolienta. Lo abordaron de prisa. Se quedaron quietos y acurrucados en  uno de los vagones. Te callaste el dolor de un hombro golpeado al caer dentro.  Colocaste tu mochila tras la cabeza y pediste uno de los cigarros ofrecidos por  otro peregrino. Al terminarlo te dormiste arrullado por el vaivén del viaje.  Anhelaste los sueños, pero al estar dentro de uno no pudiste tenerlos. Abriste  los ojos. La oscuridad del furgón comenzaba a transpirar la luz que se colaba a  través de las tablas agrietadas. Y ese mismo sudor comenzó a chorrearte por el cuello  y la cara. Los olores del camino, de  la noche, de los animales que estuvieron ahí antes, se mezclaron con el vaho de  tus pensamientos. Y extrañaste un poco, sólo lo necesario para no arrepentirte  del viaje.
 
 Comiste algo de lo que tu mujer te preparó, sin más sabor que el de sus  manos cuarteadas. Lo compartiste gustoso. Te divertiste al ver cómo el grupo se  las ingeniaba para evacuar con el tren en movimiento. Hablaban de todo aquello  que lograrían; de parientes lejanos que del otro lado los esperaban, de lo que  tendrían que pagar antes de poder cruzar la frontera. Y así te diste cuenta de  que aquellas leyendas eran puras habladas. Todo parecía sencillo. Ningún  contratiempo excepto el golpe en el hombro que aún dolía. Amaneció y anocheció  tres veces a media alerta. Llegaron a las afueras de una ciudad grande. Las  vías terminaban. El Laca, con dos cruces fallidos y cuatro deportaciones, dijo  que seguía el camión. Encontrar al Güero y arreglarse con él. Se escabulleron  por la reja y comenzaron a caminar tranquilos. Sabían que no hay que hacer  movimientos bruscos, hay que parecer de ahí, hay que caminar suave, como si  regresaran a casa después de trabajar en alguna fábrica local. Distingues una  patrulla. Le haces señas al que está a tu lado y se cruzan una calle, así  parece que no son tantos, que no van en busca de lo que jamás han visto.  Caminaron mucho rato. Llegaron al depósito de cerveza conocido por todos los  que iban hacia el norte. Un hambre germinaba molesta en tu estómago y el poco  descanso te advertía que pronto mordería tu ánimo. El Laca habló con el Güero.  Te pidió algo de lo que traías y una hora después ya estabas acomodado entre  las cajas de un remolque de tráiler. Desconfiaste cuando antes de cerrar la  puerta, el Güero dijo que a él casi no lo paraban los federales. Viajarían de  noche y con suerte, en unas horas, ya verías el otro lado del río y la sonrisa  verde por la que dejaron el pueblo. Bajo ese influjo cerraste los ojos y  trataste de hallar acomodo en las cajas. Por fin soñaste. Te llegó del mismo  sitio donde quedó colgado el morral de la última siembra. Estabas en tu choza,  un niño pequeño sentado en la tierra y tu mujer a punto de parir. Te miraba con  tristeza y la escuchabas decir que si no llegabas, su vientre moriría. La  ansiedad dominaba tu cuerpo y tratabas de alcanzarla pero tus pies eran pesados  y ella repetía, vete, vete porque se muere, llega porque si no se nos muere. Y  despertaste agitado, la luz de una linterna se estrelló en tu cara. Escuchaste  el hablar golpeado que te decía que bajaras. Tembloroso descendiste de aquel tráiler  que había fallado en su cometido. Sí lo habían detenido los federales. Y a ti,  te subieron a una camioneta. Aún somnoliento te encontraste con tus camaradas  que no sabían qué hacer ni qué decir. El Laca bajaba la mirada. La aventura se  terminaba como muchas otras. Y recuperabas la conciencia y comenzabas a  maldecir los días pasados en que nada sucedía. La angustia ayudó a tu cuerpo a  reaccionar cuando los bajaron de la granadera y los llevaron al interior de la  jefatura. Los formaron y dos reporteros hambrientos de penas ajenas les hacían  preguntas cansadas de ser respondidas tantas veces. Después, los amontonaron en  una celda.
 Pasó un día  completo, fotos, huellas y declaraciones. Detención antes de alcanzar la  quimera americana; las luces en los freeways en los que ibas a manejar tu “troca”, las tiendas grandes, las rubias  escotadas, las casas de madera en los suburbios que te habían dicho eran buenas  para vivir, las escuelas donde a los niños les dan de comer y los quince  dólares la hora. Mirabas la madrugada a través de una reja. Viste el horizonte  salpicado de luces. No había más camino qué recorrer. Los otros dormían, eran  lo únicos en esa celda. Lo hubieras hecho solo, sin deberle nada al Laca. Toda  la vida confiaste, confiaste en el que te vendió la yunta que se partió en dos  apenas se hundió en la tierra, en el que dijo que ya no tendrían hambre ni tú  ni tu mujer y se fue con el dinero del pueblo, en el que aseguró que casi no lo  paraban lo federales y sobre todo, en ti, que creíste que podrías llegar al  otro lado. Evocas a tu mujer, sola, con los pies descalzos, a tu hijo que le  sorbe la leche a un pecho ajado. Quieres volver a tocarla, a oler el cabello  húmedo que le escurre hasta la cintura. Pero a ese aroma se ciñen el de la  penuria, el del lodo que siempre llena tu casa, el de las cosas muertas que  dejan las lluvias, el de la pólvora y la sangre que llega por las noches. La  dejaste indefensa, inmóvil. Todo lo apostaste en este viaje, incluso lo que no  tenías. Y aun así te fuiste, porque así los salvarías de todo eso. Pero estás  encerrado, es el fin del recorrido. Te van a regresar con ella y tendrás que  verla de frente y decirle que no llegaste. La resignación a perder el avance y  el dinero para el cruce de la frontera te corroe la boca y la escupes. Se  vuelve rabia, te invade, tus venas saltan en la frente y golpeas con furia uno  de los barrotes. Éste despostilla el yeso que lo sostiene y te llena la cara. Y  lo agitas levemente, sin llamar la atención de nadie. Éste cede un poco más. Y  tomas otro y su debilidad es la misma. Y un ímpetu súbito te desborda los ojos  y limpias el par de lágrimas que salieron de ellos. Miras al grupo que trata de  dormir. Les haces ruidos “siseantes” y chasqueas con la lengua. El Laca te ve  con sopor. Le haces señas para que se acerque, le muestras los travesaños  flojos y conjuras la fuga. No hay plan ni líder, sólo mover con fuerza y saltar  hacia el patio trasero, correr y llegar a la calle. Todos despiertan, se unen a  ti con un furor creciente. Sin esperarlos comienzas el forcejeo, ellos te  ayudan con el ansia renovada. Cede el primero, el ruido provocado los paraliza  por un momento. Persisten después de que uno toma el puesto de centinela y da  la señal de continuar. Fustigan el barrote y el vigía los alerta del rondín.  Con una coreografía perfecta simulan dormir. El corazón te late con fuerza y el  sudor sala tu aliento, pero el guardián ni siquiera les presta atención y sigue  su ronda. Continúan su labor silenciosa hasta que la ventana está limpia y a  través de ella, como peces, escapan uno a uno de la red sin que nadie se  percate. Se ayudan a subir y bajar. Parecen entrenados por años y sin embargo a  dos de ellos los habías visto una vez en el pueblo. Corres delante como guía de  caminos que no conoces. Llegas a la reja, la trepas para después brincar una  altura que jamás imaginaste. Arropados de madrugada se cuelan en la ciudad y  las fauces de calles oscuras los devoran. 
 Llegas al río. La corriente nocturna que los matará si se equivocan. Ahí  están los lirios anegados, que aguardan en el fondo y que se estiran para asir  por los pies a los viajeros y envolverlos en un abrazo negro. Espera que el  primero se lance para desgarrarlo con el frío de sus entrañas ¿serás tú que apenas  sabes nadar, que todavía te duele el hombro, que no has dormido? Te iban a  cruzar en un tráiler, sentado, escondido. No ibas a nadar, no ibas a fugarte de  ningún lado. La “migra” anda cerca, escuchas. De este lado ya eres prófugo.  Estás parado en la orilla. El café y el pan que cenaste son la fuerza que te  queda para cruzar. Lo poco que traías te lo quitaron en el cuartel. Ves a los  demás. Se agachan cuando creen que algo se acerca. Con la mirada preguntas  quién va contigo. Y el silencio responde que muchos no saben nadar, están  cansados. De cuclillas, en medio de ninguna patria, decides que pasen como  puedan. Vas hacia la orilla. Te despojas de todo y lo enredas en una bolsa de  plástico rota que encuentras atorada en los juncos.
 
 Primero se sumergen tus piernas. Sientes el lodo entre los dedos. La  piel se eriza. Pronto estás metido hasta la cintura y el canto de las ranas  cubre el chapoteo. Nadie te sigue. La profundidad aumenta y mueves brazos y  piernas para mantenerte a flote. Emprendes el nado torpemente. La orilla  opuesta no se ve, pero distingues su silueta recortada por la luz de una ciudad  cercana. El frío se mete en tus huesos, has llegado a la mitad y la corriente  ya te mastica las fuerzas. Tus dedos, amoratados, esperan aferrarse al otro lado.  No podrán hacerlo si el calambre en la pierna derecha te sube por la espalda.  Avanzas lento. Ahora tu pierna izquierda se atora, te jala hacia abajo. En el  borde, los otros te miran, ninguno se lanzará a salvarte. Jadeas, tratas de mantenerte  en la superficie. Estás envuelto por el afluente que te acaricia con sus garras  turbias. Tu cuerpo se rinde. El único grito que tienes, se diluye en la  bocanada de agua que has tragado. No sueltas tu bolsa, es todo lo que siempre  has tenido. Si te hundes, ella se irá contigo y ahí es donde la muerte reparte  sus besos. Sólo te queda la voluntad roída. En el mudo forcejeo la pierna se  suelta. Todo es lóbrego a tu alrededor, el río carga contigo. Un sopor gélido  avasalla tus sentidos. Antes del vahído, la mano derecha se afloja y lo que  sostenía se pierde en el fondo. La izquierda, topa con una rama, y sin una  orden tuya, se aferra a la punta y, con una vida propia, tira hacia fuera.  Sacas la cabeza, resoplas. Te arrastras. Tu vista es débil y el aire se filtra  endeble a tus pulmones. Frente a ti, está el halo brillante de la otra orilla,  el lado americano.
 
 Mientras vas dormido en la parte trasera de una Van por algún camino de  Texas, sueñas una casa de ladrillos rojos y un arbotante. Su luz, envuelve a tu  mujer que pastorea, tranquila, a un par de críos.
 
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