| Lunes a sábado trabaja. Cada día, al llegar a su casa, saca del bolsillo  derecho su salario y de ellos deposita sólo diez pesos en el frasco de mayonesa  limpio que guarda sobre su buró. El resto del dinero se desvanece entre  alimentos fríos y la renta mensual de ochocientos pesos. 
 Sistemáticamente, los  sábados por las noches, bajo la regadera de su pequeño departamento, cambia su  piel espolvoreada de pequeñas manchas de mezcla de cemento por una limpia y de  color vainilla. Viste sus pantalones vaqueros, fieles por más de dos años de  sábados nocturnos, los amarra con su antiguo cinturón piteado, y así vestido  desarruga su bonita camisa negra con la plancha comprada en abonos semanales.
 
 De esta manera se  presenta frente al Chapu´s Bar, lo  más seguro y erguido que puede sobre ese par de botas vaqueras, enderezando de  vez en cuando el sombrero blanco que resulta ser un poco grande para su cabeza  ovalada. Solo. Se incluye al grupo de extraños que le parecen más viables para  ayudarle a pasar la cadena de entrada. Solo. Cambia su ahorro semanal de  sesenta pesos por el boleto que le permite completar la entrada. Solo. Mira a  la banda tocar canciones mexicanas, las escucha una tras otra por los primeros  quince minutos. Solo. Mira alrededor y trata de inferir la situación de cada  una de las mujeres del lugar: acompañada, raramente sola como yo, con ganas de  bailar o solamente de tomar y fumar, seguramente con ganas de que vaya a  invitarla a bailar alguien como yo…
 
 Después de cuatro  canciones, la banda decide interpretar a Joan  Sebastian con la canción “Sentimental”, y la rubia sentada al fondo del  lugar hace bailar lenta e inconscientemente sus piernas cruzadas. Él, sin  titubear, se abre paso por entre las personas y camina en línea recta hacia  ella. Ella lo mira desde que emprende su camino, voltea a verlo un par de veces  arqueando las cejas y se gira lo suficiente como para dejar en claro el no  querer ser molestada. Pero eso no le importa a él y llega hasta su mesa.
 Buenas noches,  señorita, ¿gusta bailar? Esta canción está buena. Ándele, nomás una, ésta, que está como para bailarla. Como no hay nadie en  su mesa que la saque. ¡Ah!, ¿esta esperando a alguien? Bueno, porque sí está  buena para bailarla, ¿eda? Bueno, si  está esperando a alguien pues ni modo, ni qué hacerle. Pero qué bueno que le  gusta a usted también esta canción de Joan Sebastian. ¿Cómo me dijo que se  llama usted? Ah, bueno, qué bonito nombre. Está bien, nos vemos al rato, ¿okei? Que se la pase muy bien, eh, hasta  luego. Disfrute esta canción, que esta buena, ¿eda? Es de Joan Sebastian...
 Decidió sentarse por  quince minutos en las anchas escaleras que llevan a los baños del lugar, y no  porque se le hubieran quitado las ganas de bailar porque una muchacha le dijo  que no así de esa manera como de tajón, porque seguramente esa señorita estaba  esperando a algún novio muy celoso y no vaya él a querer que le echen bronca  por una muchacha, porque seguramente fue eso y no que ella no haya querido  bailar con él porque le queda muy grande el sombrero o porque camina chistoso  con esas botas que le aprietan, y mucho menos por la pequeñísima mancha de  salsa que por más que talla no la puede quitar de sus jeans de los sábados, ellos tan fieles por más de dos años, que  fueron a mancharse por una mera distracción. Pero ahorita le sigue a la invitadera,  nada más agarra un poco de aire, que es lo que necesita, y no cerveza, a pesar  de que tenga sed, que para comprarse unas tres cervecitas tendría que ganar un  salario así como el del que maneja la grúa, más o menos, porque si ganara como  el chofer de la cementera que les lleva la mezcla en ese bonito camión de  volteo pues podría hasta comprarse un cartón, y aunque no se lo acabara él  solito se podría sentar en una mesa de esas de las de la esquina para dos  personas y ahí agarrar aire y no tener que sentarse en las escaleras que dan al  baño… porque el dueño de aquí también quiere ganar su dinerito, y pues no lo  deja sentarse a uno en una de esas mesas si no le compran un cartón al menos.  Pero ahorita que agarre aire le sigue  a la invitadera…
 
 Se incorporó al ver  pasar a su lado una fémina cobriza de jeans apretados y blusa escotada. Ajustó su pantalón y su sombrero un poco grande  para su cabeza ovalada, y la siguió a través del lugar a cuatro pasos de  distancia, esperando que se sentara para amablemente invitarla a compartir la  pista bailando con él. Pero dio la media vuelta inmediatamente al ver que esa  morena resultaba estar acompañada por un corpulento bigotón que seguramente no estaría de acuerdo con sus intenciones.  Como de costumbre, no le importó el acontecimiento y se acomodó de nueva cuenta  su sombrero un poco grande para él. Miró alrededor y descubrió a dos mesas de  distancia a cinco mujeres, tres rubias y dos de cabello oscuro, puso en su  rostro una gran sonrisa, tocó el hombro de una de ellas y dijo su discurso  preparado. Por alguna razón las cinco muchachas no le quitaron la vista de  encima durante el minuto y medio que no dejó de hablar ni un momento y  estallaron de risa cuando concluyó: “…por eso es que creo que usted tiene que  bailar conmigo, ¿cómo ve?”. Sin quitar su gran sonrisa esperó a que se les  acabaran las carcajadas y le tendió la mano a la invitada, pero quedó su mano  extendida sin ser aceptada por su semejante femenina. Cerraron completamente su  círculo y hablaron entre ellas a risotadas, ignorándolo completamente, hasta  que descubrieron que ya se había dado por vencido y se había retirado de su  mesa.
 Siguió librando la  noche, mujer tras mujer, recibiendo toda clase de respuestas, pocas de ellas  repetidas: estoy esperando a mi novio; no me gusta esta canción; al ratito  bailamos, ¿OK?; no sé bailar, amigo; se ve que la de allá quiere bailar,  ¿porqué no la invitas a ella, eh?; lo que pasa es que no me gusta la banda,  nada más vine aquí porque, porque...
 En ningún momento  perdió los ánimos, siempre iba erguido sobre sus botas y con el sombrero bien  acomodado. Pensaba todo lo que iba a decir antes de hablar, las miraba lo más  dulcemente que podía, les extendía la mano amablemente y, de vez en cuando,  sólo cuando le parecía pertinente, les decía lo bonito que tenían sus ojos. En  una ocasión se le salió el subconsciente y le dijo a una muchacha de ojos  verdes que no sabía porqué, pero que se le antojaba tener un ojo izquierdo como  el suyo de llavero. Pero que no se alarmara, que nada más era algo así como de  sueño, que no se preocupara por él, que no iba a hacer nada al respecto, si  tuviera ella tres ojos tal vez le pediría uno, pero como nada más tiene dos,  pues no, ¿verdad?, je, je, que estaba bien, que de todas formas ya se iba, que  adiós.
 
 Fue así por todo el  lugar hasta que se dio cuenta de que ya había invitado a todas y cada una de  las mujeres a bailar, y que ninguna había aceptado su invitación, por  diferentes razones que seguramente son ciertas, aunque a veces, cuando le  decían que no les gustaba bailar, las veía un par de minutos después con algún  otro tipo durar casi seis canciones en la pista.
 
 Pensando en cómo  resultaban ser de esa forma las mujeres, se sentó de nueva cuenta en el tercer  escalón de las anchas escaleras que llevan a los baños. Imaginó por un momento  ser ingeniero, así como el que les dice lo que tienen que hacer a personas como  él en la obra, que mira sus planos, hace mediciones y sabe siempre exactamente  lo que hay que hacer.
 
 Y si en algún momento  alguno de nosotros no cumple como él quiere no le da miedo levantar la voz y  ponernos en nuestro lugar, que es trabajar como se debe, con mucho entusiasmo y  fuerza, aunque no podamos comer bien con el salario que nos dan o tengamos sed  por ese solazo que hace al medio día. Pero siempre es buena gente con los que  lo visitan de traje y corbata, los que a veces también a él le levantan la voz,  aunque no tanto como él a nosotros. De cualquier forma me cae bien el señor  ingeniero. Siempre lleva pantalones diferentes, como si tuviera uno para cada  día del año, y ninguno de ellos con manchas de salsa, y siempre lleva gorras de  equipos de beisbol o futbol americano, que no le quedan ni grandes ni chicas,  sino al puro centavo. Por eso pienso que debe de ganar más que yo para poderse  comprar todas esas cosas, porque también tiene un Tsuru del año y, por lo que he visto en el Sólo Ofertas, la mensualidad de esos coches sale como en el triple  de lo que pago por la renta de mi departamentito…
 
 La banda termina su  última canción a las cuatro de la mañana y comienzan a guardar sus instrumentos.  Una a una se van las personas, dejando cada vez más vacío el lugar. Él los ve  desde las escaleras, recordando la respuesta de cada una de las mujeres que  pasan la puerta de salida. Imagina cómo el ingeniero debe de invitar a las  licenciadas de las oficinas principales de la constructora, cómo ha de entregar  las llaves de su Tsuru nuevecito a  los del valet parking, cómo ha de  pedir una mesa junto a la pista y un cartón de cervezas para él y la  licenciada, cómo ha de ser retefeliz con esa su vida que tiene de ingeniero… Y, sin saber por qué, le brota una  lágrima que rueda por su mejilla, mientras observa que la banda sale del lugar  sin siquiera voltear a mirarlo, sentado ahí, solo, en las anchas escaleras que  llevan a los baños del Chapu’s Bar.
 
 
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