Los habitantes de esta ciudad anhelan el regreso del sol. Durante la última semana han dormido temprano y despertado antes del amanecer sólo para comprobar que las estrellas siguen ausentes. Igualmente, sus pulmones están llenos con el intenso aroma a tierra mojada. Esa humedad se extiende en el aire y aviva en cada nariz la memoria de las millones de gotas que recorren el asfalto y se anidan en los charcos turbios. Cada atardecer las casas se tiñen de naranja añejo por la osadía de los años. La monotonía comienza a cansar a la gente, a serle fastidiosamente familiar. Desde este incipiente urbanismo se siente un dejo de melancolía y las palabras de despedida comienzan a reverberar en las esquinas. Pero tú estás sentado en ese café barato que elegiste para iniciar la búsqueda y tomar notas en tu libreta de bolsillo.
Pareciera que has venido a parar aquí para presenciar cómo se entorpecen las labores cotidianas por la lluvia. Intuyo que describiste en tus apuntes: “…las mujeres jalan a sus niños para resguardarse del agua. El viento les desacomoda el pelo y les moja la cara, pero el ruido de las bolsas amarillas (en las que empacan la mercancía del centro comercial) comienza a sacarme de quicio”.
Prefieres concentrarte en el constante movimiento de los muslos que se dejan adivinar bajo la galería de faldas, vestidos y pantalones de mezclilla. A veces los niños pelean, es cierto; pero las mujeres se esfuerzan más en proteger sus bolsas del suelo mojado que en apaciguar las peleas de sus hijos. Dime tú, ¿quién mete a sus carros bolsas escurriendo? Después de un rato, el taxista abre la cajuela y, mujeres, niños y bolsas desaparecen para seguir su destino.
Mientras tanto, cada nuevo instante se posa dolorosamente sobre tu fracturada existencia. Parece que tu vida se extiende irremediablemente y sin un propósito, salvo cuando alguna tregua inspirada por un sorbo de café te devuelve el sentido: imaginas a Alicia formada en la fila de los taxis. La ves acomodarse el pelo como solía hacerlo en su desnudez recortada por el brillo de la luna, luego ves su espalda blanca perlada en contraste con la bebida oscura que sostienes entre tus manos. Piensas en el lunar de su pecho, en sus mejillas sonrojadas y en tus dedos paseándose por sus tibios labios. Sorbes el último trago de café y maldices la lluvia sólo por encontrar un culpable. Despistas a don Martín, él sabe que no eres lugareño. Antes de pagarle la cuenta te levantas de la mesa y dejas tu sombrilla, a propósito. Sabes que don Martín lo notará al rato, y te la devolverá mañana.
Cruzas el estacionamiento y llegas hasta la parada de los taxis. El olor a mercancía nueva del centro comercial te golpea de repente. Es fastidioso, como también lo es tu inútil idea de encontrarla. Tiempo atrás sus vidas eran distintas. Basta un instante para dar pauta a los cambios más radicales capaces de marcar una vida: una de esas pautas te enseñaron que cualquier piel podría saber igual, lastimosamente igual.
¿Por qué tardé tanto en ocuparme de su partida? Comienzas a indagarte. Cruzas las puertas que se abren automáticamente. Tienes razón, ¿por qué hasta ahora?, me pregunto también. Quizá esperabas una señal como cualquier iluso, pues siempre has estado a la expectativa de un extraordinario golpe de suerte. Quieres excusarte contigo mismo y veo tu mirada turbada por las duras reflexiones que obran en tu mente. Sé que esperas lo imposible. Al acercarte a la verdad −a tu verdad− prefieres ignorarla y no entrar en detalles. Seguramente no hablarías sobre tus pensamientos con Alicia porque tu demora tendría que deberse a algo más noble, algo capaz de sorprenderla, de perdonarte.
Ves las bancas que están a la salida de las cajas registradoras y vienes a sentarte. Son de esas que ponen a las personas espalda con espalda. Te sientas detrás de mí y te das cuenta de que la inclinación del respaldo pone tu cabeza en un embarazoso peligro de rozar algún extraño; pero no debes preocuparte, la banca es bastante amplia y sólo estamos tú y yo. Observas las cajas registradoras y fumas un cigarro. Alicia tendrá que venir algún día y es lo único de lo que puedes estar seguro. Esperarás un rato más a ver si aparece. Mientras tanto, apagas el cigarro y vuelves a sacar tus apuntes. Comienzas a describir el oscuro par de pupilas, que seguramente, a los hijos de Alicia les ha dado el toque enigmático que tanto deseaste para los tuyos. Con Lucía nunca lo has imaginado. Has vivido feliz con ella mientras tratabas de olvidar. No obstante, no lo has logrado. Olvidarla es imposible. Su nombre, Alicia, ha reverberado semana con semana dentro de tu cabeza, al igual que las despedidas comienzan a hacerlo en las esquinas de esta ciudad. Paseas la mirada por tus dedos que sostienen la pluma. Ya no los sientes de tu propiedad porque aún conservas el anillo que ella te dio la primera noche que la viste acomodarse el pelo, en su desnudez iluminada por la luna.
Volteas un segundo, tan sólo un instante para darle una ojeada a la parada de los taxis. Me miras con el rabillo del ojo y te das cuenta de que estoy escribiendo. Aparento ignorarte. Finjo no conocer a lo que has venido, y para que te quede claro, sigo escribiendo. Dejó escapar un breve suspiro de vez en cuando. Pareciera que no me he percatado de tu presencia, pero fijo mis sentidos en tus movimientos.
Como una revelación de último segundo decido tu nombre: Xavier, tiene que ser con equis por alguna razón que desconozco, el trazo de tu nombre se muestra en los surcos de tu rostro. He llamado tu atención, vigilas mis acciones y te preguntas qué escribo. Te he colmado de curiosidad para que puedas descubrir que también existe algo oculto en mí. Volteas y tú también sigues escribiendo.
Me he dado cuenta de que Alicia no vendrá de compras hoy, tendrá que esperar a que lleguen a repararle el teléfono que volvió a descomponerse por la lluvia, y tú seguirás aguardando. En el siguiente renglón habrás escrito todo lo que recuerdes del brillo de sus pupilas y comenzarás el cuento de la noche. Sin embargo te marcharás con la idea de inspirarte en las estrellas y dejarás olvidados tus apuntes a propósito, en la banca que hemos compartido. Sabes que al igual que don Martín terminaré por devolvértelos, porque tarde o temprano vendrás de nuevo. Traerás otra libreta donde hables de perros y gatos que terminan haciendo la paz con una firma de tratados. Traerás a Lucía en la cabeza, pero si te quedas en lo que ahora es esta ciudad, te encontrarás con Alicia cuando deje de lloviznar. Pero antes habrás creído que es demasiado tarde para abrevar el tiempo y la distancia. Te devolveré la libreta después de leer tus apuntes. No te robaré ninguna idea, simplemente repasaré los renglones por curiosidad. La libreta es la única forma de privacidad que te he permitido. Tal vez en una ocasión nos encontremos sentados frente a frente y charles un rato antes de dejarte ir de regreso a tu ciudad. No podremos ser amigos, jamás sabré de ti después de que te marches. Tampoco me dedicaré a seguir cada uno de los días de Alicia: sólo tengo la certeza de que morirá de vieja, mirando las estrellas, en esta misma ciudad donde algún día, los moradores añorarán la lluvia y contarán a sus hijos que también hubo días impregnados del olor a tierra mojada. Terminarán acostumbrándose a la una nueva monotonía; la sentirán de su pertenencia. Por lo pronto, das un último vistazo a las cajas registradoras, a las cajeras y a más mujeres que estarán en la fila esperando el taxi. Te levantas con galantería, guardas tu pluma y me miras mientras te sigo dando la espalada y escribo: “Lo observo mientras va por el sitio de los taxis, recorriendo el mismo camino por el que entró”.
Ya que estás a punto de subir a tu carro me atrevo a indagar en tu libreta. Describes lo que sientes durante la espera y mencionas a las mujeres que jalan a sus niños para resguardarse de la lluvia. Escribiste acerca del centro comercial sin pasar por alto mi misteriosa presencia, y tratas de adivinar la relación que hay entre nosotros. Lamentablemente no dejo de sentir lástima por ti. Tu suerte la tengo pensada, mientras tú evocas el único recuerdo que te regalé: Alicia. Después de todo, tengo derecho de hacerte miserable, porque sólo eres el personaje de mi historia.
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