leer, imaginar;
observar, pensar;
sin voz, sin manos
para qué…
La gente decía que los rojos cuerpos fugaces que se llegaban a ver en el cielo eran brujas volando; que los niños recién nacidos se morían porque los chupaban las brujas… Las míticas creencias variaron su dicho cuando comenzaron los rumores de que instalarían en el llano una antena gigantesca, para trasmitir a todo el mundo los juegos olímpicos del 68. Entonces se dijo que los rojos cuerpos fugaces eran platillos voladores porque esas tierras estaban magnetizadas, y era la causa de haberlas elegido para instalar la antena satelital, por lo que a Tulancingo le agregaron el apelativo: La ciudad de los satélites.
Era una ciudad provinciana en donde las historias que contaban los adultos y las especulaciones de los motivos, que impulsaban a hombres y mujeres a suicidarse, aventándose desde la cruz del Cerro del Tezontle, entretenían la vida cotidiana.
La antena rastreadora de señales se convirtió en el tema central de las conversaciones. A las aulas llegó la noticia de tan importante acontecimiento. La maestra nos mantuvo el entusiasmo con la promesa de llevarnos a la estación del ferrocarril una vez que llegara el embarque. El ánimo decayó cuando numerosos grupos de escolares estuvimos, casi amontonados, sin poder ver de cerca los vagones que contenían enormes empaques de madera, y no dejaban asomar nada de la gigantesca antena. Más expectativa ocasionó ver por las calles a los ingenieros japoneses que dirigirían la instalación de la rastreadora, algunos acompañados por jóvenes casaderas. Ciertos lugareños empezaron a interesarse en el avance de las telecomunicaciones, por lo menos para no quedarse callados, sobre todo los que acostumbraban reunirse en el café. Mientras “la tecnología” ponía el nombre de la ciudad en las noticias del mundo, el escritorio de la directora seguía escoltado por la bandera nacional y en el extremo, recargada en el rincón, la vara de membrillo que corregía a los alumnos indisciplinados.
Ese día al regreso de la breve excursión por las vías del ferrocarril, volvió el hastío de la clase, como todo ese ciclo escolar, que por cierto nada de difícil tenía para ser el 5° de primaria. Lo que me había quedado claro era no preguntarle a la maestra el porqué de lo que pretendía enseñarnos con esa voz apagada, así evitaba su desesperación con la lluvia de cuestionamientos que se le venían encima cuando alguien tenía la iniciativa de disipar sus dudas. Por lo que, como otras tantas veces, corté un pedazo de la hoja de mi libreta y escribí renglones cerrados con letra diminuta para que me cupiera una buena descarga de imaginación.
Para mucha gente la modernidad había llegado en esos vagones; para mí la inquisición estaba presente. La maestra me exigió que le entregara lo que estaba haciendo. Su petición era imposible, cómo se iba a enterar que había descubierto ―según mi escrito― que era una “gorgona” disfrazada con cabello crespo y ensortijado, para que no viéramos las viborillas que le absorbían los conocimientos, por eso hacía tantas pausas cuando explicaba la clase, por eso su voz no tenía fuerza para ser escuchada. Ordenó a dos de los compañeros más altos que me llevaran al 5° B con la maestra que castigaba en el rincón donde tenía pegadas a la pared unas orejas de burro; tendría que permanecer con el cuerpo erguido y los ojos abiertos, mirando a sus alumnos para recibir como latigazos sus risas burlonas cada vez que su maestra hiciera mofa de mi aún escuálida humanidad. Me resistí, y la maestra de inolvidable nombre, de inmediato solicitó a los más grandes del sexto grado que le ayudaran a llevarme a la dirección, ante la verdugo mayor de la inquisición.
Tampoco la directora logró que le entregara el pecaminoso pedazo de hoja, a pesar de la reiterada amenaza de quitarme la ropa hasta encontrarlo. Mi resistencia la desesperó y mientras tomaba la vara de membrillo disciplinadora, con el movimiento más veloz que recuerdo haber tenido, saqué de mi tobillera el cuestionado papel, lo partí en cuatro y lo metí en mi boca, casi seca, para tragármelo, La garganta me raspó como si pasara una lija; a los pocos minutos el dolor se había repartido con los varazos que me propinaron en la mano, que había tenido la osadía de escribir para dispersar el aburrimiento en la clase. Por eso cuando nos pidieron expresar en una tarjeta lo importante que era para la ciudad tener la antena más grande de telecomunicaciones en el país, me negué, pretextando que no podía escribir porque tenía la mano hinchada. Y esta vez mi castigo consistió en agregar a la tarea, escribir “con buena letra”, 200 veces, “Debo obedecer las indicaciones de la maestra”.
Ahí no quedaría mi condena, faltaba la reprimenda en casa; pude ocultar las huellas de la vara disciplinadora y también el motivo, pero no así la libreta de tareas con las hojas numeradas. La penitencia más larga se avizoraba: me perdería los capítulos de “Ultraman” “El festival de Porky” “El teatro fantástico” de Cachirulo, la continuación de “Combate”, eso sí que sería una tragedia; como no había mucho de dónde escoger en la programación televisiva, el apego a los horarios recreativos en la pantalla chica se convertían en verdadera devoción. Como evasión de tanta injusticia en un solo día, me ocupe del engranaje de preguntas: ¿cómo le iban a hacer para armar la gigantesca antena? ¿Cómo le harían para que llegaran las imágenes hasta el otro lado del mundo? ¿Cuáles eran los satélites de la antena? ¿Los extraterrestres tendrían contacto con los japoneses?... mi imaginación estaba tan revoloteada por la falta de respuestas, que hasta el sueño se me espantó. Lo que sí aprendí cuando llegó el esqueleto de la tecnología, fue que, lastimaban las manos para no escribir y acallaban la voz para silenciar las palabras, pero nadie pudo prohibir la marcha incontenible de mi pensamiento. Y ya me veía sentada frente al televisor atenta a las competencias de La Olimpiada del 68.
*juegos olímpicos
|