| Construido en el centro de la ciudad, gris y oloroso, un microuniverso  de la vida urbana es el mercado del puerto. Cuatro enormes cuadras  llenas de pasillos interiores  recién reconstruidos, le dan forma de laberinto.  
 ―Pa´ que la gente no se queje del gobierno ―dice Don Nacho.
 
 Con trescientos locales de material duro y firme,  apretujados unos contra otros, constituyen su cuerpo intrincado pintado de gris  y blanco: el mercado de hoy, ha perdido su visión de antaño.
 
 Por la mañana, al llegar ahí se escucha el chirrido  lastimoso que produce el abrir de cada una de las cortinas de metal que paradójicamente  celebran el inicio de la   vendimia. Mientras paseas observando con detenimiento, cada  locatario cuelga lo más vistoso posible: sus productos  preparando la escena donde su changarrito  será el protagonista principal. Cada adorno, cada nueva cháchara, le  proporciona un nuevo disfraz, una nueva vestimenta llena de vida, color y  actitud; en el mercado la vida empieza temprano, literalmente cuando empiezan a  cantar los gallos.
 
 ―En el mercado encuentras de todo lo que se te ocurra,  por eso me gusta ir ―dice doña Mary conversando con su comadre Chatita.
 
 En los pasillos, multiplicidad de ambientes, de  personalidades, de actores, que hablan simultáneamente contando cada uno su  propia historia.
 
 ―Empecé a trabajar en el mercado cuando era muy niño,  mi mamá y yo nos veníamos en  lancha  desde muy temprano y nos bajábamos en el muelle con todas las canastitas que mi  tía, mi prima y yo, habíamos tejido el fin de semana ―le contaba don Nacho sonriendo a su  nieto, mientras le acariciaba cariñosamente la cabeza.
 
 En los pasillos exteriores, en conjunción con el olor  chocante de pescados y  mariscos, se  escucha el rugir viejo de motores en los desgastados camiones que llegan desde  la central de abastos. En fila, tras éstos, otras camionetas más modestas  aparecen orgullosas presumiendo su fruta o su verdura proveniente de los  ranchos que venden directamente su producción a los locatarios. Hombres fuertes  en mangas de camisa, con el rostro quemado por el sol y los años, descargan  silenciosamente los camiones, van y vienen, vienen y van cargando cajas de  mandarinas, tomates y zanahorias   mientras sudan copiosamente con el calor húmedo y cargado con la brisa  del mar. Ahí se trabaja duro, de sol a sol, sin parar.
 
 El mercado está en la zona antigua de la ciudad,  desde ahí pueden verse los muelles, y esto le  proporciona un colorido muy peculiar, si se escucha con atención, se percibe en  la lejanía el silbato de los barcos que entran pausadamente desde el mar, meciéndose  sobre el oleaje de los ríos Pánuco y Tamesí, mientras en lo alto, en el cielo  azul se distingue de entre otros ruidos, el graznido de  gaviotas   sobrevolando una y otra vez la zona.
 
 Por la calle sobre el lado norte, sobre la calle  pegada a los muelles, mujeres  vestidas  con ropa de fiesta,  falda excesivamente  corta y con el escote más que pronunciado, deambulan solitarias; susurrando, se  acercan a los hombres con coquetería, les hablan despacito cerrándoles un ojo,  esperanzadas, y desde el fondo de un local una mujer vieja grita entre  carcajadas.
 
 ―Vete a dormir Carmiña, que ya casi es hora de la  escuela.
 La acera que da hacia el sur, se encuentra abarrotada  de cajas, de “rejas” en las que se   transporta la fruta y la verdura de un lugar a otro evitando que se  magulle, sobre las cajas se pueden ver los letreros escritos a mano, con  escritura azarosa que dice: “plátano de Chiapas $5.00 la mano” o “limón verde  sin semilla $8.00 el kilo”.  Entre los  puestos, los  olores  se entremezclan en el aire proporcionando una atmósfera extraña, con gusto  agridulce, en las banquetas se puede escuchar a las personas y sus  conversaciones se relacionan siempre con lo caro de la vida, con lo difícil que  resulta ganar el dinero.
 
 ―En el mercado todo es más barato y más fresco por eso  vengo acá, aunque me queda lejos.
 ―Aquí se encuentran los mariscos más frescos, si no  los compramos en el mercado no podríamos comer nunca, están carísimos en el  super.
 ―¡Viste qué bueno y grande está el limón!, ni de chiste  hay de éstos en las tiendas.
 
 En los puertos como Tampico, la especialidad es el  pescado frito, los cocteles de camarón o de ostiones y las jaibitas rellenas.  Todo apetitoso, de colores  armoniosos y lleno de aromas que enloquecen el olfato y por ende el paladar.
 
 A veces se  encuentra “gente ajena” al  mercado, sus  pobladores los llaman  “turistas”, sus  rostros se distinguen inmediatamente,   caminan un poco y se detienen haciendo altos consecutivos cuando algo  llama su atención, no buscan nada en particular. En algunos puestos  encuentran mariscos o pescados nunca vistos,  en otros, piñatas, especias, y yerbas secas; más adelante se topan con las  pescaderías y las carnicerías y en la parte de atrás descubren la ropa y los  puestos de chucherías. Todo les parece nuevo y   asombroso, y en calidad de hallazgo   se les escucha comentar:
 
 ―¡Qué pescado tan fresco!
 ―¿Viste el aguacate? ¿Dónde habías visto unos tan  grandes?”
 ―¡Qué barata la carne!, ¿será de res?, no vaya a ser  de burro.
 ―Hay que venir la semana que entra, a comprar verdura.  ¿Cómo ves? ¿Venimos?
 
 En las entrañas del mercado se esconde un mundo  mágico,  de risas y de albures, de gritos  y ofrecimientos, es como entrar en una dimensión desconocida, como atravesar un  portal a un mundo alterno y desconocido.
 
 ―Cuando era niña, me encantaba ir al mercado, ir allá  era de lo más divertido, mi mamá me compraba pequeñas cazuelitas de barro,  tortilleros y escobitas miniatura, y cuando llegaba a mi casa me ponía a jugar  a la casita luego, luego… Antes toda la gente vivía en el centro de la ciudad y  venir al mercado era como ir al súper.  ―Comenta Laurita al abordar  el tema.
 
 A medida que pasa el día y el sol empieza a  ocultarse,  el mercado se vacía de gente;  las aceras se vacían de hombres, mujeres y niños;  de perros, bicicletas y mercancía. El mercado  se adormece lentamente mientras la ciudad se acuesta a dormir.
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