Cuento Largo
Categoría C: Alumnos de posgrado, profesores y empleados
Primer Lugar



  “La Reconquista”
Rubén Martín Mosqueda Almanza
Campus Irapuato
 

A veces pensamos en el pasado porque

nos da alegrías que el futuro incierto no entiende

Primer acto

Madrid, 29 de abril, año 2020. El telediario anunciaba un nuevo aumento en las temperaturas: treinta y ocho grados Celsius a la sombra, algo ya habitual. El frío había venido perdiendo terreno, ahora, sólo dos de los doce meses eran considerados templados. Desde el anuncio oficial del cambio climático, hace cuatro años, los habitantes de Europa hemos organizado campañas para concienciar a los ciudadanos de piel blanca y no se expongan a los frenéticos rayos solares por más de tres horas diarias, pues, incluso, se ha descubierto que durante la noche siguen causando estragos. En todo caso se recomienda el uso, aunque ya cotidiano, de cremas y ungüentos contra los cancerígenos rayos del sol.

Miré dentro de mi mochila para asegurarme de llevar las pastillas, a base de corteza de limón, para contrarrestar los dolores de cabeza provocados por estos días asfixiados de calor. Quedaban aún veinte pastillas. Inmediatamente me puse las gafas ultraoscuras; comprobé que mi piel, especialmente mi rostro, brillara por la blanca capa de crema Coppertone FPS80 (ultraprotección) y que la ropa cubriese prácticamente toda mi piel; sólo hasta entonces me dispuse, como cada mañana, a salir con rumbo a mi oficina. Ésta es mi forma habitual de protegerme. Debo admitir que los más afortunados visten de turbante y túnica o chilaba claros.

Primero se pensó que las empresas eran culpables de la inestabilidad climática; a esta razón los gobiernos apostaron significantes recursos monetarios para crear programas anticalentamiento sin imaginarse, jamás, que una de sus más nefastas consecuencias sería la disminución de la producción mundial de las empresas. Menos producción, más hambrunas fue el catastrófico resultado. Luego, y quizás demasiado tarde, con el tiempo se comprobó que las medidas medioambientales no sólo no pudieron estabilizar el clima sino que las cosas venían a peor. Así, los países cedieron ante la vieja hipótesis de que todo esto era obra del sol y no del ser humano. Con todo y los avances tecnológicos nuestra inestabilidad social no hace más que evidenciar que las verdaderas ayudas, las acciones necesarias, llegaron demasiado tarde pues nunca pudimos adaptarnos ante las nuevas inclemencias. La correcta valoración de las circunstancias nos vino gracias a un grupo de científicos finlandeses que colocó, en la Red, una investigación para demostrar, pese a nuestras ansias por controlarlo todo, que entraremos a una nueva era glacial en un par de años. A lo sumo, en una década todo el hemisferio norte estará cubierto por el hielo.

Nos lo advirtieron, los pájaros dejaron de poblar los cielos; éste fue el mayor indicio de que la hecatombe se estaba aproximando. Simplemente no tuvimos la capacidad para mirar.

Recuerdo la noche que nos invadió el temor por la lluvia; uno a uno, los puertos del Mediterráneo, la Costa Brava, la Costa Blanca, todos se fueron anegando entre las lluvias torrenciales y la subida del nivel del mar, Manolo tengo miedo, abrázame, De qué cariño, pregunté a mi Cristina, mi novia, De que todo vaya a terminar esta noche, de que el agua nos llegue hasta la cabeza, No digas eso mujer, Me da pavor pensar lo insignificantes que somos, me confesó Cristina mientras yo no dejaba de abrazarla… Allá afuera el agua caía de manera estrepitosa, implacable, a raudales, entre centellas y truenos; veinte minutos eran suficientes para destruir una región. Málaga quedó devastada el año pasado. Luego vino el granizo, cada vez más frecuente. Siembras y cultivos al descampado arrasados.

Yo, Manolo Almansa, soy uno de los pocos afortunados en vivir a tan sólo veinte minutos de mi puesto de trabajo. El sistema de transporte español es bueno, pero no da aliento a las cantidades ingentes que desde hace un año se tienen que apelmazar contra este sistema colectivo de transporte. Nuestros gobiernos han hecho un esfuerzo sobrehumano para dar aliento a todos los contribuyentes. Las calles de las grandes ciudades han quedado sobradas ante los escasos coches que circulan, acaso algunos autos-hidrógeno. Pasear por la noche se ha convertido en todo un lujo. Está de más decirlo pero los típicos taxis escasean y se ha dado lugar a transportes menos sofisticados, antes impensados, como las huevonetas, motonetas cubanas propulsadas con energía eléctrica, o las calandrias mexicanas, que son carros tirados por caballos, sólo que ahora son movidas por dromedarios sumerios pues son animales mejor dotados para resistir estoicamente con poca de la ya escasa agua. La escasez de este líquido es tal que ha provocado que los países árabes hayan sido abandonados casi en su mayoría, sólo quedan, en ellos, los privilegiados y su ejército, que es el más y mejor armado del mundo.

Desde que los países del Medio Oriente y los “no alineados” cerraran sus fronteras, la compra segura de petróleo es imposible para el resto del mundo. Si no fuese porque los capitalistas españoles y franceses forzaron la inversión en México, nuestros países hubiesen entrado en una crisis de abastecimiento de energéticos mucho tiempo antes de lo previsto. Por lo demás, el ciudadano común y corriente sólo puede comprar comida de pésima calidad, los invernaderos tecnificados son resguardados (por la Policía de Alimentos) porque sus productos ya tienen dueño desde antes de que se dé la cosecha. Las muertes no han logrado equilibrar la población con los recursos. Cada vez somos más, al igual que la incertidumbre de seguir con vida. El espectacular montado en la calle Arenales me recuerda que, después de todo, la incalma imperante en el planeta no ha sido mala para todos. Algunas personas, grupos y sectas de culto profético (que vaticinaban de manera acertada este holocausto) han visto crecer su parroquia y sus arcas de manera significativa.

Al principio fue la muerte de Michael Jackson por cáncer de piel, luego siguieron uno y otro famoso de piel blanca. Ahora, este fenómeno solar ha demostrado que las personas de piel morena son las mejor dotadas contra sus efectos, la raza superior, como se les ha llegado a conocer entre los médicos fisiólogos. Ha dejado de ser moda aquello que iniciaron los japoneses, mantenerse blanco como un síntoma de estatus y elegancia. En ciudades como Helsinki, Róterdam, Vancouver o San Petersburgo se practica el implante de pigmentación marrón a hombres y mujeres blancos. Son carísimos pero quién no pagaría por vivir un poco más.

A pesar de los esfuerzos, año con año la cifra de muertos por cáncer cutáneo aumenta; el año pasado se registraron seis millones de muertos; en lo que va de éste ya llevamos cuatro millones quinientos mil fallecidos, todos de piel blanca y amarilla. Me queda claro que la actividad solar es la causante de los golpes de calor extremo que han afectado, sobre todo, a ancianos y niños que también se están muriendo de manera frenética. Si yo les contara a esos nietos que seguro nunca tendré, jamás me creerían que la semana pasada tuvimos que enterrar a mi abuelo sin servicio de capilla ardiente y en un cementerio especial para ellos, los de edad avanzada.

Dejé de lado mis pensamientos y apresuré el paso. Nadie se preocupa ni ocupa por nadie, acaso por sí mismo. Por fin llegué a mi oficina; adentro encontré un poco de normalidad aunque extraño aquellos días en los que los ordenadores estaban siempre encendidos, las pantallas del reuter tenían algo que mostrar, el ringrronear constante de los teléfonos, fijos y móviles; ahora, todo es economizar al máximo. Nuestro despacho es un ala del gobierno europeo encargada de gestionar visas de trabajo hacia países de Latinoamérica. Dado que México y Centroamérica han sido reservados para norteamericanos y canadienses (ése fue el acuerdo), Brasil, Argentina o Perú son los destinos por antonomasia para nosotros en la Península ibérica. Íbamos y veníamos a nuestro antojo, ahora no es fácil hacer nuestra tarea; por un lado, los consulados dan a cuentagotas los permisos de residencia, y, por otro lado, es difícil entrar a la fuerza a estos países en donde las condiciones de vida aún son buenas; si no estables, sí soportables.

Sin embargo, esta mañana es distinta; el mensaje, que desde anoche nos envió el Consejo de Gobierno de la Unión Europea, fue contundente y nos preparaba para una nueva era. Teníamos la obligación de seleccionar y preparar a veinte mil familias en tan sólo setenta y dos horas y embarcarlas desde el puerto de Cádiz con destino a Río de Janeiro. Estábamos conscientes de que ellos serían los pioneros en este Nuevo Orden Planetario.

El Ministerio de Guerra europeo había decidido, antes de que las reservas de energéticos flaquearan a niveles de verdadera escasez, enviar una flotilla de sesenta buques de guerra, seis portaaviones y demás armamento bélico para resguardar a estas familias e iniciar la avanzada hacia tierras americanas. Nuestros gobiernos habían intentado firmar acuerdos de refugio con aquellos países pero se fracasó en todo intento. Ahora, no nos quedaba más remedio que hacerlo por la fuerza; si estas naciones no se compadecían de nuestras desgracias por qué nosotros habríamos de hacerlo con las suyas. No sólo es su mundo, es de todos. En el fondo, confío en que la fuerza de la razón, de nuestra razón, nos asista y triunfe nuestra forma y estilo de vida, aunque tengamos que cambiar la pigmentación de nuestra piel.

Ahora que estoy despachando los primeros camiones cargados con familias caucásicas, me pregunto si es el calentamiento global el que pondrá fin a nuestra civilización o, por el contrario, si será simplemente la guerra que se avecina la que nos exterminará sobre la faz de la tierra…

Segundo acto

Puebla, 15 de noviembre, año 2021. Son ya seis meses desde que nos confinaron, a nosotros los nativos, a vivir en este pequeño territorio. Aunque sabemos que todo el mundo está revuelto e impera el caos, nuestro ejército nada pudo hacer en la reciente Guerra de los Diez Días. Los europeos, los japoneses o los norteamericanos, incluyendo los canadienses, nunca cejaron en su intento por tener nuestras tierras.

No sabes cuánto añoro, le dije a mi esposa cierta tarde de desesperanza, esas largas vacaciones en la que nos perdíamos por varios días, Sí, yo también las extraño, aunque te confieso que me siento afortunada por seguir con vida, me contestó mientras nos preparábamos para salir de compras al centro de biocomestibles. Era la mejor hora del día para andar, las siete de la tarde. Hora en las que las calles se llenan de transeúntes, incluyendo ladrones. No nos quedaba otra alternativa que arriesgarnos. La policía, igual que este burdo intento de país, definiéndose.

Cada vez hay menos esperanzas para nosotros, nos fuimos muriendo paulatinamente, primero de hambre y desolación, luego por enfermedades y pestes. Abundaban la inmundicia, las ratas y los malos olores. Y cómo no, si somos un pueblo que desconfía incluso de su propia suerte. La cooperación entre nosotros nunca se dio real y efectiva, no supimos defender lo que era nuestro.

En sólo tres años perdimos dos de los tres hijos que teníamos. El primero de cáncer. El segundo luchando contra los gringos, de nada sirvió; al final ellos se apoderarían del ochenta por ciento de nuestro país. Si no nos aniquilaron fue porque nuestro Presidente tuvo una magnífica negociación sobre los términos en que se daría la rendición. Nos confinaron en un nuevo país formado por el antiguo reino mexica y lo que fueron los estados de Puebla y Tlaxcala. Lo demás quedó bajo su dominio. La especie humana, como un todo, dejó de serlo, surgieron las razas superiores. Es la supervivencia pura sin que se pueda tener control del entorno.

Mi hijo Esteban, el único que nos quedaba con vida, trabajaba por las noches y nosotros por las mañanas en una vieja fábrica de llantas para bicicleta. Con nuestro trabajo apenas si alcanzábamos para comprar lo necesario, por ello es que, y al igual que casi todo mundo, tratábamos de no mirar hacia atrás, hacia el pasado promisorio, de hacerlo no nos quedaría ningún aliciente. Fue así que nos acostumbramos a mirar la monotonía como una bendición.

Todo iba como debía ir hasta esa madrugada… Despierta papá, me jaló Esteban la cobija, Pero, qué pasa Esteban, le cuestioné adormilado, Ándale mamá tienes que despertarte ya, le pidió a su madre haciendo caso omiso a lo que yo le espetaba, Qué hora es, se limitó a preguntar Lupe, mi esposa, Son las cuatro mamá, Qué pasa Esteban, contesta mi pregunta, me dirigí a él con un tono de voz más enérgico, Estamos en problemas papá, no te quiero alarmar pero tenemos que escapar inmediatamente, Pero qué pasa Esteban, Apenas si me dio tiempo para escaparme del trabajo papá, no preguntes más, ándale vístete pronto…

Nos arropamos perfectamente y empacamos algo de víveres y utensilios de higiene en nuestras mochilas. Tan pronto como pudimos nos pusimos los lentes de visión nocturna. No olvides la linterna y la radio de transistores Esteban, No papá, acá las tengo…. Salimos huyendo por la parte trasera del edificio montando nuestras bicicletas de motor eléctrico. De pronto, a la distancia, como a unas diez manzanas, oímos el detonar de armas y las luces de coches de guerra. Por otro costado, muy distantes, los helicópteros soltaban gases químicos. Casi todo mundo dormía a esa hora. Vino a mi mente, igual que pesadilla, la imagen de una vieja película: La lista de Schindler. Escuché sólo griterío y desesperación, Por dónde papá, me preguntó Esteban desesperado, Síguele por esa calle, ¡De prisa!, nos gritó Lupe, que se están acercando. Nos estaban exterminando…

Activé el sistema GPS encriptado para orientarnos; pedaleamos tan rápido como pudimos. Era o nuestro cansancio, o nuestras ganas de seguir con vida. Oí mi voz interna, mi ángel si así se le quiere llamar, Momento, no debemos salir por esta calle, hay retenes, Entonces por dónde papá, preguntó mi hijo mientras su pedaleo era más decidido, Tomemos por el canal de aguas negras, les ordené. Luego de varios minutos pudimos, por fin, alejarnos varios kilómetros de la ciudad. Igual que nosotros, vimos, a la distancia, a otras personas huyendo desesperadamente. El níveo resplandor del Pico de Orizaba dominaba el panorama nocturnal del valle.

Por algún motivo nos paramos. Vimos cómo los destellos y resplandores cortos se acompasaban con los gritos y las detonaciones, allá a la distancia. Nos quedamos perplejos. Se nos paró el corazón. Ante la razón de la sinrazón las personas sobreviven con lo que les queda; esta vez era el ejército canadiense el que limpiaba la ciudad. Hey, dijo Esteban, quedan escasas horas para amanecer, démonos prisa. La luz del sol nos dejaría al descubierto. Teníamos que darnos prisa hasta llegar a la sierra al final del páramo. Lupe nos pasó un grano de sal que nos pusimos debajo de la lengua para aguantar la sed.

Nos adentramos en la sierra, recorrimos por largos y pedestres senderos hasta refugiarnos en una cueva del cerro de las Tres Cruces. En otros tiempos llegué a utilizar esta guarida para pasar una velada con mis antiguas novias. No di más explicaciones. Lupe simplemente asumió la respuesta que mejor le convino. Cubrimos la entrada con hojas, ramas y piedras; nos dispusimos a reposar tratando de asimilar la puta desgracia que aún estaba marcando nuestras vidas. Bombazos, aviones, metralletas, escuchamos de todo, menos nuestras propias voces. Corrimos a refugiarnos en el fondo de la cueva mediando sólo palabras necesarias durante varias lunas. Como siempre, racionábamos nuestros alimentos porque escaseaban. De pronto, esa noche, para nuestra fortuna, comenzó a llover. Lupe, que era bióloga marina, sabía cómo acaparar y almacenar agua de las maneras más insospechadas. Sin agua no teníamos posibilidades de supervivencia.

A Esteban lo mataron una mañana que salió a cazar un conejo para comer. Lupe, quince días después, no resistiría un ataque de diabetes. Se había terminado la insulina. Me muero Héctor, me suplicaba Lupe, Tranquila mujer, todo va a estar bien, trataba de consolarla con palabras en las que ni yo creía, Te pido, por favor, que me entierres, no me dejes aquí a merced de los animales carroñeros, No te preocupes mujer. Recuerdo que antes de morir le extirpé un raro injerto detrás de su oreja…

Pasé días o meses en aquel lugar. Era tan flaco que no reconocía mis propios huesos. Eran las dos de la mañana cuando decidí buscarme la vida en otra parte. Lo que mis ojos vieron superó todo cuanto había visto o sentido hasta esa parte de mi vida. Me sentí chiquito y miserable ante la grandeza del universo. De entre un entreclaro salió un enorme halo de luz flotando en el cielo, parecía la aurora boreal, aunque sólo era eso, una semejanza, porque este espectro era viento congelado flotando en la noche… Evidentemente que era el inicio de la era glacial.

Caminaba durante las noches y me refugiaba durante los días. Anduve en dirección opuesta a la ciudad y evité sitios poblados. Aprendí a robar en la oscuridad y me convertí en un ser invisible, cargado de coraje para espolear a los extranjeros que ahora habitaban mi país. Sabía que pronto moriría por las inclemencias ambientales, sin embargo, saqué fuerzas de flaqueza para continuar deambulando y sobrevivir sin entender muchas cosas. Así fue que llegué a unas inhóspitas playas en Orizaba.

El mar había ganado terreno, la costa se había adentrado doscientos kilómetros, ahora Orizaba se tambaleaba, también, ante la posibilidad de ser engullida por el mar. Serían las cinco de la madrugada, el aire estaba sofocado y olía a miseria y podredumbre, la fetidez mordió algo más de lo habitual mis sentidos. Ajustados los lentes, que llevaba montados en un desgastado armazón, miré a la distancia una pequeña y desguazada barca de madera. Creí, a primera vista, que se trataba de una barcaza abandonada pues nada se puede pescar ya en el mar; sin embargo, fijándome bien, comprobé que la playa estaba atestada de cientos de barcas; igual que ésta, todas apostadas en el horizonte. La mar confería a su tambaleo una dimensión espectral; se movían al ritmo del oleaje, pero no podían ir a mejor lugar que ése.

Detrás de una de ellas salía el brazo de un hombre. Sus cabellos estaban mojados, tendría unos treintaitantos años, vestía ropa especial climática; junto al bolsillo, en su costado izquierdo, su nombre en letras bordadas. Llevaría varios días ahí tumbado, su cuerpo comenzaba a heder. Zafé de su torso un pequeño morral sintético color plata y comencé a buscar en su interior con la esperanza de encontrar algo de valor, víveres, medicamentos o agua. Encontré mucho de aquello, me sentía afortunado. Esto es lo que valgo, las sobras de los demás. Fue así que di con un pequeño diario (en el que ahora escribo); leí sus primeras líneas como un acto de mera curiosidad, ya tendría tiempo para continuar con su lectura: “El telediario anunciaba un nuevo aumento en las temperaturas: treinta y ocho grados Celsius a la sombra, algo ya habitual. El frío…” Éste debe ser otro desgraciado como yo, pensé mientras caminaba con destino a ninguna parte...

Tercer acto

En algún lugar y alguna fecha de este mundo. Héctor se llamaba el hombre que fundó lo que queda de este pequeño pueblo, a la orilla de un viejo lago contaminado. Era médico veterinario de profesión. Aunque yo no le conocí y se cuentan muchas cosas de él, lo cierto es que nunca nadie habló de su bondad o de su maldad; incluso se dice que hizo lo necesario, mató a muchas personas, para aferrarse a la vida; dicen que vivió durante la noche y veló por su vida durante el día. Todo lo que sé de él me viene por esta vetusta libreta o por las que fueron las enseñanzas de mi abuela.

Lo cierto es que gracias a él muchos otros sobrevivieron. De él aprendimos a vivir con lo poco que quedaba. Nos organizó y supimos defendernos haciéndonos invisibles ante los guiris.

Cuentan que la inmortalidad de Héctor comenzó cuando descubrió la existencia de un chip, el chip RFID, que el gobierno mundial implantó a los habitantes de este planeta desde su nacimiento. Soy muy joven y muchas cosas no las entiendo pues no conozco otra forma de vida que ésta, pero debo confesar que recordar el horror en la cara de mi abuela cada vez que me contaba sus cosas hace que se erice mi piel. Gabriela, mi abuela, me dijo con lágrimas en los ojos que después de que Héctor le quitara el chip de su cabeza algo le pasó, que fue como si su voluntad le abandonara, se sentía más que libre, rara.

Justo a esa hora, después de recrearse entre lo poco que les dejaba dios, amarse desnudos, Héctor invitó a mi abuela, Acompáñame mujer que tengo que mostrarte algo. Viajaron durante toda la noche hasta llegar a la parte derruida de lo que un día fuera la ciudad de Puebla, ahí no vieron más que desolación y miseria, oquedad; iglesias, edificios, casas, calles, todo sabía a hierro gris. Cubriendo su rostro con un pañuelo para soportar la fetidez del lugar deambularon un rato por las intrincadas calles de esa parte de la ciudad. Así fue que llegaron a una iglesia barroca. Héctor se dirigió hasta una puertecita que quedaba oculta detrás de un enorme y carcomido óleo colonial de San Sebastián lanceado; debajo de un mosaico suelto Héctor sacó una llave dorada y abrió la puerta. Entraron a la pequeña cripta, justo debajo del altar; era un breve sitio en donde la luz apenas era perceptible.

Recuerda mi abuela que debieron esperar varios minutos hasta que su visión se ajustara. Debajo de un empolvado mueble Héctor sacó una caja de madera, la abrió y le mostró una docena de fotografías a blanco y negro. Mi abuela pudo ver la foto de un bebé rodeado por varios hombres con bozales y cofaina blancos, Se trata de una intervención, explicó a mi abuela, son médicos preparándose para implantar un chip RFID en la cabeza de este bebé Gabriela… Héctor hizo un breve silencio, quizás recordando la muerte de sus hijos, Este maldito aparato les permite localizarnos y, así, poder matarnos. Después de observar las fotografías, y comprobar por ella misma las palabras de su amigo en aquellas imágenes, le dijo con voz quebrada, Es increíble la maldad del hombre Héctor, estoy consternada; a mi abuela le temblaba el pulso, respiraba con dificultad y pidió salieran de ahí.

Cuándo descubriste esto Héctor, preguntó mi abuela, Casi desde el principio. Se metieron a lo que un día fue una cafetería y enfrentaron juntos la realidad que les tocaba vivir. La luz de la luna les protegía, él sabía de ello. Poco a poco el frío comenzó a meterse por entre las paredes. Héctor bajó la mirada sólo para explicar a Gabriela, Fue en uno de los ataques de diabetes de mi esposa, tenía sujeta su cabeza contra mi pecho cuando miré que debajo de su cabellera aparecía una pequeña protuberancia, como un grano de mostaza, luego de oprimirla con mi índice vi que se hundía sin causarle molestias… era algo muy suave y difícilmente detectable a simple vista.

Muchos años después di con esta cripta, seguía Héctor con su relato, La noche en la que conocí a George Anderson, él estaba a las afueras de la iglesia cogiéndose el vientre con ambas manos; el cuerpo del cura, porque ésa fue la profesión de George, estaba todo maltrecho después de que la policía le castigara por apoyar a los “indios”; recuerdo que esa noche buscaba comida, no sabía si tenía que echar a correr o si tenía que matarlo, mmm, la sonrisa sincera de George me animó a ayudarle: Acércate que estoy de tu lado, me dijo el cura, Y él te contó todo, preguntó mi abuela, Bueno, yo creo que nos faltó tiempo, peor que ahora Gabriela, teníamos que huir todo el tiempo, no podíamos estar en el mismo sitio por más de tres horas, y, sí, fue él quien me mostró las fotografías que acabas de ver por ti misma.

Mi abuela me contó que George y Héctor vivieron juntos durante algunos meses, luego, el norteamericano —al que yo prefiero llamarle guiri pues no me dice nada aquello otro— murió tras una infección en ambas piernas.

Cuentan que con la noche por testigo, bajo el resguardo de la oscuridad, George contó todo cuanto sabía sobre los planes de los dueños del planeta. Antes de ser sacerdote, George había trabajado como médico para un organismo secreto llamado Gobierno Mundial, dirigido por el grupo de los seis hombres más influyentes. Fue precisamente esta organización la que le obligó, dos décadas antes de que el calentamiento global comenzara a causar estragos, a practicar los implantes de chips a las personas de los países subdesarrollados.

Se dice que mientras engullían los restos de una rata en el interior de la cripta, George mostró la evidencia a Héctor, Es más que triste Héctor, lo sé porque a veces no basta la verdad, hemos acabado con todo, incluso con la generosidad hacia nosotros mismos, esta vez el temor nos está aniquilando, Lo del chip no es nuevo para mí, George, repuso Héctor, Ya lo sabías, preguntó incrédulo el cura, Sí, así es, si no cómo te explicarías que haya sobrevivido tanto tiempo… yo mismo descubrí un aparato de ésos en la cabeza de Lupe momentos antes de que muriera, Y qué hiciste, sacaste el aparato, Sí, eso mismo hice, incluso he llegado a creer que fue eso lo que la mató, No estoy muy seguro Héctor pero es probable.

Héctor explicó a mi abuela, La sirena radiactiva interrumpió nuestra plática, Gaby, de esto se trata todo, de huir, siempre huir, George y yo salimos de la ciudad como pudimos, yo con pocas fuerzas, él con las piernas inutilizables; recuerdo que George entendió todo cuando le aclaré, Lo supe después de la muerte de Lupe, tenía que quitarme el chip yo mismo, de no hacerlo me matarían, sólo recuerdo que me desmayé, Y seguro habrás tenido dolores de cabeza, increpó George, Sí así es, hasta la fecha…

Después de esta breve narración y con la amenaza de los rayos próximos a aparecer en el quebrado cielo, Héctor llevó a mi abuela hasta donde se suponía estaba su antigua casa; no quedaba nada, sólo la puerta que permitía identificar el edificio. La tristeza que viene por los recuerdos se reflejó en su cara. Mi abuela lo abrazó por horas, mientras, a la distancia, se escuchaban los motores de los camiones del ejército en una actividad habitual de patrullaje. El frío les hizo dirigirse nuevamente a un lugar más seguro. La policía carroñera era implacable con las personas “no permitidas” que encontrara a su paso…

Estos hechos, aislados si se quiere, forman parte de un pasado cercano y han marcado mi vida. Desde que nací el recuerdo de lo que fue me vino por mi abuela; mi madre tampoco conoció otra realidad. Hasta donde yo sé, todos han muerto; el hambre, la falta de agua, el frío y el hombre mismo han matado toda posibilidad de seguir existiendo. Amo el azar porque es lo único que conozco y entiendo, porque sé que gracias a él es que sigo viva.

Hace un par de años el primer viaje tripulado a la luna fracasó, todos murieron; igual sucedió con los cinco viajes sucesivos. Se abandonó la idea y con ello se desperdiciaron recursos.

Me queda claro que si los pueblos dominantes supieron a tiempo que era inevitable la gran hecatombe y no hicieron nada fue por su desmedida ambición. De haber hecho lo necesario cuando había recursos, posibilidades, quizás no hubiéramos llegado a esto, pero su miopía les impedía entender el lenguaje de dios, les impedía entender que el regalo que nos daba la naturaleza terminaría, como todo ciclo, y que era preciso hacer lo necesario para sobrevivir. No tuvieron la capacidad para entender que la tierra es un organismo en sí mismo, y que un organismo en guerra consigo mismo —porque nos incluye al formar parte inalienable de él— está condenado a desaparecer.

En deseo desenfrenado por cambiar mi realidad, me abandoné al paso de mis flaquezas consiguiendo apenas nada. Me queda la alegría de regresar a las hojas de esta libreta. Busca en el calor del frío, me dijo una vez mi abuela, ahora lo entiendo. Las cosas no son lo que parecen, detrás de la maldad hay un motivo bondadoso pero también en el vacío es posible encontrar el confort del alma. La escritura se ha convertido en ese calor que arropa en el vacío. No he visto a nadie en días, he deambulado en busca de mi propia locura. Con deseos indestructibles de seguir creyendo busco a alguien con quien hablar, a alguien a quien amar. No queda nadie, todos han muerto, es todo lo que puedo decir. Sé que pronto el lugar donde nací será un pueblo abandonado más, luego vendrá otro…

Ahora que todo ha pasado, y que estoy perdiendo la vista y con ello las ganas y posibilidades de sobrevivir, dejo estas líneas en este viejo cuadernillo. La tinta de la pluma fue suficiente; aunque seca, he podido rasgar, por mí misma, estas líneas. ¿Fuimos asesinados por el cielo? O simplemente tropezamos con miles de rostros distintos cada día sin saber qué hacer. Fui libre, sí, pero como los pájaros porque la verdadera libertad nos viene, a los hombres, de la calma que haya en nuestro pensamiento. Y ésa sólo la tendré en unos instantes que abandone mi cuerpo y me vaya al mismo lugar del que he venido sin que realmente sepa el propósito de mi existencia. Me dijeron en cierta ocasión que dios inició nuestra especie, dio inicio a esta historia, con Adán; esta vez, quizás porque quiere olvidar, la historia termina con Eva.