—Soler, mi nombre es Anna Soler.
La mujer que estaba sentada en la tribuna tenía un listón amarrado al cuello con una etiqueta de cartón blanca; en la etiqueta se leían unas letras grandes y redondas que decían Prueba B.
—Pues nada, que yo estaba allí anoche, mirándolo todo.
Llevaba puesta una camiseta negra con una impresión en blanco, como de promocional; los pantalones de pescador eran de un azul muy verdoso, diremos cian. Llevaba la boca pintada de rojo y ése era su único maquillaje.
—Era un callejón oscuro, sí. Bueno, no siempre fue así, al principio era una casa vieja, pero en los sueños nunca se sabe…
Su cabello era brillante y lacio, una cauda de cometa castaño precipitándose en el blanco amanecer de su piel española. En la frente tenía una cicatriz, producto quizá de un accidente automovilístico. Hablaba con suavidad, pero sus ojos oscuros resultaban inquietantes para el interrogador.
—Sí, él se le fue a golpes, sí, pero es que es lo único que se podía hacer. El grandulón ese nos estuvo provocando toda la noche, y yo no sé por qué hacemos tanto escándalo: seguro que ni estaba vivo.
Cuando no miraba fijamente al abogado que le hacía las preguntas sonreía hacia el acusado con cierta complicidad; haciendo un movimiento de coquetería elegante se acomodó las patillas detrás de las orejas y siguió dando su testimonio.
—¿Que por qué estaba yo allí? Bueno, ¿qué usted nunca se ha ido de fiesta a los sueños de otro, cuando lo invitan? No se ofenda, pero me parece que debería intentarlo… Bueno, ya está, lo que digo es que yo estaba presente y que sí hubo una paliza y quizá un asesinato, pero el gordo ese era un pesado…
Una risa general agitó la sala, así que el juez tuvo que poner orden. En la tribuna había todo tipo de personajes, entre ellos un líder espiritual, una DJ, dos guerreros aztecas, un tragafuego —totalmente pintado de color mercurio—, David Lynch, un luchador enmascarado, el despachador de un OXXO y un puñado de chicas dark.
—¿Pregunta qué hacía yo mientras tanto? Nada, pues hacía fotos. ¿Qué más puede hacer una fotógrafa en un caso como ése? Además, esas oportunidades no se dan cualquier día; la verdad es que he hecho algunas bastante buenas, creo que ya las ha visto…
Mientras hablaba, la etiqueta subía y bajaba por su pecho al ritmo de su respiración. Sus manos se movían inquietas, quizá la evidencia de que tenía ganas de fumar. En lugar de hacer eso deslizó suavemente los dedos en la cámara que tenía en su regazo, sacando una, dos, tres tomas del escenario. La mujer era una fotógrafa incorregible.
—Bueno, sé que no me han pedido mi opinión, pero creo que no habría que hacer tanto escándalo. Digo, no se le puede condenar a un hombre a soñar con la cárcel cada noche hasta purgar su cadena perpetua, eso ya es mucho. Y tampoco es que quiera callarme, señor abogado: al final este sueño no es mío y yo puedo decir lo que quiera sin que usted me controle, ¿vale o qué?
Dicho esto, el acusado se levantó del banquillo. Los policías que trataban de detenerlo se iban desmoronando sobre el suelo en un montón de palabras sueltas: cuello, pistola, uniforme, nariz, cadera, bota. Al paso del acusado el escenario se iba desdibujando en un montón informe de palabras para describirlo: escritorio, mecanógrafa, cortina, jurado, mosaico, toga… en un momento aquella sala de audiencias se volvió una nada cubierta de palabras sin sentido, que el soñador tuvo que remover con los pies para alcanzar a la mujer. Al llegar a ella extendió la mano hacia uno de sus mechones:
—Me da tentación tu cabello: quiero saber si se siente así como se ve.
Extasiada, Anna intentaba retener aquella disolución del mundo con su herramienta fotográfica; estaba tan agitada que le costó trabajo entender que el aparato se le había disuelto en letras entre las manos y ahora solamente le quedaban en las palmas una m, un acento y, colgada del dedo anular, una a.
—¡Pero qué movidos son tus sueños, por eso me gusta venir!
Dicho esto le dio un beso en la mejilla; él la tomó por los hombros y comenzaron a caminar. |