Cuento Corto
Categoría B: Alumnos de profesional
Segundo Lugar



  “Colapso Gourmet”
Francisco Javier Piñón Arellano
Campus Chihuahua
 

 

No sé cómo fue, ni siquiera puedo recordar el día exacto en que descubrí que mi cabeza estaba rellena de espagueti. Fue una gran sorpresa ver el escáner y ver esas albóndigas rodeadas de largos y retorcidos fideos.

            Como sea, eso le dio una explicación al sempiterno aroma a especias y jitomate que despedía mi cabeza. Los médicos y los cocineros nos explicaron a mi esposa y a mí el efecto de la pimienta, el ajo y la carne molida en mi sistema nervioso central y mi temperamento. Ahí recordé que mi irritabilidad y mi neurosis aparecieron junto con ese delicioso olor.

            ¿Cómo nos percatamos de esto? Es algo absurdo, aunque al principio me asustó mucho. Desperté, debió ser domingo porque lo hice temprano, y sentí algo en mi nariz. Caminé hacia el pequeño espejo opacado por manchas de jabón y vieja crema de afeitar, y vi que tenía espagueti en mi nariz. Lo saqué con cuidado, pero inmediatamente empecé a sangrar copiosamente. Me desmayé, tal vez de la impresión o por culpa de una descompensación de Solanum lycopersicum (como los inteligentes llaman al tomate), y en la caída me golpeé con una pared del baño.

            Luego supe que la noticia del hombre que sangraba salsa de tomate se hizo muy popular en tabloides de varias regiones. En fin, el desmayo y la hemorragia no fueron graves. Unas cuantas puntadas sobre el ojo derecho y transfusiones de vinagre, el mejor disponible en la cocina del hospital, y regresé a casa por mis propios medios.

            Pero llegando a casa me di cuenta de que las cosas habían cambiado. Estaba sola, y los cajones de mi mujer vacíos. Ella nunca habría tolerado una vida con una rareza como yo, que nunca pude tener una idea fija y definida. Siguió la habitual cadena de infortunios que suelen atormentar a los hombres con mala suerte: perdí mi empleo como exterminador de plagas, mis tarjetas de crédito fueron expirando poco a poco, y finalmente fui víctima de grupos de religiosos extremistas, que empezaron a considerarme como el mal encarnado. Presionado por todas estas desgracias, tomé la muy madura decisión de regresar a vivir a la casa de mis padres.

            Rehabilitamos mi habitación y me sentí bienvenido desde un principio. Pero las visitas se asustaban cuando yo las recibía, y mis papás tomaron la decisión de que sólo podía salir de mi cuarto cuando no hubiera nadie ajeno a la familia dentro de la casa. Algunos médicos seguían realizándome estudios con la promesa de que podrían devolverme mi antigua calidad de vida. En esos días aún no me daba cuenta de que el daño era irreversible. Toda esa pasta lista para comerse había destruido mi vida social, mi matrimonio y mi economía.

            Como sea, el frenesí no duró mucho. Al poco tiempo se dejó de hablar de mí en los medios y mi vida pudo retomar un poco de su antiguo curso. Salía de compras, iba al zoológico, y sólo los animales se comportaban diferentes conmigo; luego me explicó un cuidador que actuaban así cuando las personas cargaban alimentos con ellas.

            Cada mañana al despertar, pensaba en que iba a ser el día en que me contactarían para participar en algún show televisivo o campaña publicitaria. Pasó el tiempo y, contrario a mi idea original, mi vida normal dejó de satisfacerme. Sin las cosas que en cuestión de meses se volvieron costumbres que creí inviolables me sentí absurdamente mediocre, el tipo de gente que alcanza la fama súbitamente y dedica el resto de su vida a arruinarse. Ya nadie trataba de apuñalarme, comerme vivo, expulsarme del país o pedir que me arrodillara ante un sacerdote, ya tenía que conseguir un trabajo, y con el noble apoyo de una sociedad humanitaria pude establecer mi negocio de venta de sombreros y pelucas.

            La clientela no es muy numerosa, y la mayoría de los que entran a la tienda sólo vienen a verme en persona; hace tiempo que no sé de mis padres pues no contestan mis llamadas. He salido con un par de mujeres y con ambas estuve a punto de lograr una relación. Mas he pensado al respecto y actualmente me siento en paz, porque sin importar los desodorantes o lociones que use, siempre sobresale el delicioso y sofisticado, pero ya intolerable, aroma de mi colapso gourmet.