Rosalba tenía cinco años en 1952, vivía en una localidad pequeña y humilde de San Luis Potosí, cuna de historias de vidas atormentadas. Ese año murió su madre. Lo último que recuerda es una caja de madera color negro siendo echada a un hoyo en la tierra y a su abuela paterna, insensible a su dolor, ordenándole que no llorara. Desde entonces a Rosalba se le prohibió llorar.
El padre de Rosalba, don Plutarco, no era más que un peón de vía que dedicaba sus ratos libres a beber pulque, lamentándose de su infortunio. Falleció tres años más tarde. Desde entonces, la niña se aferró a la idea de que no fue la bebida, sino la tristeza lo que mató a su padre.
Rosalba pasó los siguientes ocho años sirviendo a su abuela y a sus tíos. Cuando podía, escapaba junto a sus primas a las nopaleras. No era una tarea fácil, había que tomar el machete del tío Domingo sin que éste se percatara, para poder pelar el delicioso fruto del nopal: las tunas. En momentos como ése las niñas eran más que cómplices, se convirtieron en hermanas, mientras soñaban con una vida que jamás tendrían.
Poco después su abuela la entregó a un convento. Allí Rosalba se convenció de que debía dedicar su vida al servicio de Dios, a pesar de la rigidez de las monjas que lo atendían. Apenas había cumplido quince años y se convirtió en una hermosa jovencita. Ocasionalmente salía del convento, aunque siempre custodiada por un grupo de monjas. Nunca se percató de la presencia de un hombre que siempre la observaba.
—Aurelio, esa mujer es consagrada —le decían sus amigos—. Te vas a condenar.
—No tengo por qué, si el hombre se hizo para servir a Dios y la mujer pa’ servir al hombre.
Aunque apasionado, Aurelio era un buen hombre. La noche siguiente raptó a Rosalba. Ni siquiera la tocó, aunque la deseaba. La mantuvo cautiva dos días, después la llevó al convento para pedir su mano, pero las monjas la repudiaron. Le dijeron que la llevara con su abuela y así lo hizo.
Ya los esperaban. Aurelio hizo un ademán para saludar a los presentes. Se acercó a la señora y se quitó el sombrero.
—Le ruego que me perdone —le dijo mientras se arrodillaba—. Yo estoy dispuesto a casarme con su nieta.
—Más te vale, malnacido, ya desgraciaste a la muchacha. ¿Y tú, Rosa, no me piensas pedir perdón?
—Yo no hice nada malo —le dijo.
La boda fue un evento tan austero que pasó casi desapercibido en el pueblo; asistieron unos cuantos miembros de la familia y un juez. Rosalba no recuerda haber estado tan triste desde la muerte de su madre. Así transcurrieron los primeros meses de su nueva vida, llenos de llanto y amargura.
Aurelio la amaba. Decidido a obtener su perdón, quiso enamorarla. La llevó a la capital del estado y allí construyó una casa. Trabajó arduamente para que a Rosalba no le faltara nada; pero ella seguía teniendo un aire de tristeza que atormentaba la conciencia de Aurelio.
En el pueblo los comentarios no se hicieron esperar.
—Esa mujer no se merece lo que tiene. Primero avergonzó a la pobre abuela que la crió desde chamaca cuando huyó del convento con el Aurelio, y ahora que tiene la oportunidad de redimirse con su marido ni siquiera ha sido pa’ darle familia.
—Además de seca, salió ingrata la mujer.
Por fin Rosalba pudo embarazarse. Fue así como, convertida en mujer, a punto de dar vida a otro ser, se dio la oportunidad de enamorarse y perdonar. Junto a su esposo formó una familia envidiable. Así transcurrieron cinco años.
Un día, Aurelio llevó a un joven ayudante a su casa. Se llamaba Faustino, tenía apenas veinticinco años y gozaba de una gran belleza que contrastaba con su aspecto rudo y varonil. Desde que lo vio entrar por primera vez a su casa, Rosalba se percató de lo atractivo que era. Desde el primer día el joven le coqueteaba descaradamente.
Rosalba estaba confundida y excitada. No se dio cuenta cuando, de pronto, ya tenía un romance. Otra vez las personas comenzaron a murmurar en torno a su vida. Aurelio no tardó en enterarse. Por primera vez aborreció a su esposa y al mismo tiempo la seguía amando.
Días después Rosalba se fugó con aquel hombre y abandonó a su esposo.
Un viejo amigo de Aurelio fue a visitarlo, un poco para ayudarlo y otro tanto para enterarse.
—Ay, mi compadre, ¿cómo anda?
—Pues usted sabe, amigo, desde que me dejó la ingrataesa no he hecho más que lamentarme, pero ya va siendo hora que me olvide de ella.
—Qué bueno, compadre. ¿Entonces es cierto lo que dicen?
—¿Lo de Catalina? Sí, compadre, la traeré a vivir a mi casa; ella es viuda y no tiene hijos, bien me puede ayudar con los míos.
Fiel a la creencia popular de que la casa no se sostiene sobre la tierra, sino sobre una mujer, Aurelio unió su vida a la de Catalina, amando siempre en secreto a la mujer a la que decidió llamar La Ingrata, para no tener que decir su nombre jamás.
|