Categoría: Alumnos de Preparatoria
Tercer lugar




"Fin de la séptima a mi manera"

Eder Alonso Hernández Vite
Campus Tampico

 
 

A Magdaleno Hernández

Es la baja de la séptima entrada, el lucky seven, buena para unos, mala para otros. Aquí estoy al bat; el marcador dice que estoy perdiendo tres a cero.  Nunca me ha gustado ser el último en batear en un juego y he podido mantener ese ritmo, nunca ser el out veintisiete.  Pero ahora no importa, apenas se cierra la séptima y ya hay dos fuera. ¡Ah!, caigo en cuenta de cero y dos, un strike más y yo también quedo fuera.  ¿El pitcher buscará terminarme? O regalará algún lanzamiento; es parte del  juego, así que, siguiendo mi idea, para ser, primero hay que parecer; ¡tiempo! salgo de la caja de bateo para golpear mis zapatos,  ajusto mis guanteletes y sacudo mis pantalones blancos en los que todavía se ve limpio el verde y oro sobre los costados ―prueba de que no me he podido “embasar”―. Escucho a mi subconsciente, me dice, “échate tierra para que digan que jugaste.”

Hay que voltear hacia el coach de tercera para ver qué ordena  ―¿que te pueden mandar en el último tercio del juego y perdiendo? Pero las reglas son las reglas y hay que voltear― y sí, ahí en el cajón de tercera está don Libre Albedrío tocándose la cara, la gorra, pateando el suelo, para luego borrar la señal... ahí va otra vez, la gorra,  la cara, pierna izquierda y ahora el pecho, mientras yo me golpeo los tachones por tercera vez ―ya entendí, con ello las señas cesan―. ¡Libre, libre! Eso dicen las señas de don Albedrío, puedo batear a lo que quiera, incluso cuadrarme y, con un toque, burlarme de la estrategia y autosuficiencia del lanzador que orgulloso muestra el 27 en su franela, el sempiterno 27.

Mi pie derecho entra al cajón, pero el otro todavía apunta al jardín izquierdo y gira como si aplastara o atornillara algo contra la tierra; por fin obedece y entra casi sobre la raya de cal que delimita la caja de bateo, el receptor me mira con esos ojos prisioneros tras las barras ahora de carbono, antes de hierro, de su careta; el umpire baja la diestra y conmina a seguir.

Sobre la loma se yergue el 27; en su siniestra, la bola, “doña blanca”, se muestra con orgullo; él acepta la seña del receptor y, desafiante, me clava la mirada mientras esconde dentro del guante la bola; se sabe dueño y señor de la situación, el foco de mi atención y de todos los que están presentes en el parque. No, no será por mucho tiempo. En cuanto la pelota salga de su mano siniestra y viaje, habrá perdido ese don de mando y entonces el factor seré yo, pues el 27 ya no podrá decidir sobre el viaje de doña blanca.
Ya se balancea, sus piernas hacen el arco característico de que vendrá con recta y por el centro ―prendiendo lumbre―. ¡Seguramente nada quiere desperdiciar conmigo! Estaré sobre un barril de doscientos litros de thinner y su lanzamiento será como un cerillo incendiándome.

El número en los dorsales es lo último que le veo, después sólo le pongo atención a la bola; no podrá engañarme, he estado viéndolo lanzar durante seis entradas, dos tercios, y es igual, sus piernas siempre describen lo que será el lanzamiento.
Ahí está el 13 cuidando la primera base, jugando sobre la raya, aunque debería estar casi dentro del outfield a la espera de un batazo a la banda contraria, pues es sabido que sólo retrasado podré darle a la bola.

Su velocidad es trinitrotolueno; él 27 no sabe que no me engañará, pero sí que me domina, así ha sido las últimas seis entradas: dominante. Las bases limpias ―prueba y muestra del dominio y señorío, alto imperio del lanzador―.  El 9 jugando en la tercera base casi se monta en la línea dejando un hueco un poco más de lo normal entre su puesto y el parador en corto, mientras el segunda base incluso deja la almohadilla cubierta con la posición del lanzador, ese 27 que me ha tenido por la autopista de la miseria.

¿Pero qué pasó? No sé, en realidad no sé.  Sí, es cierto, me equivoqué, y a mi manera, ya que en efecto vino con recta sobre el centro, se quedó un poco arriba pero no como para llamarle bola alta; no, para nada, estuvo siempre en zona buena, ¿entonces? Su rapidez no llegó ni a 30 millas, quizá se le zafó, o resbaló la bola, tal vez se cansó y el brazo le reclamó en ese momento; puede ser que le haya llegado algún sentimiento en ese preciso instante que lo hizo inhibir su mortífera velocidad.  El caso es que yo la vi venir.  Diez metros, blanca, reluciente, como viajando suavemente apenas intentando girar, como si estuviera plana. Cinco metros, alba e inofensiva, flotando con dulzura, dos hileras de costuras rojas de unión y adorno a la vez. No lo podía creer, tan sencillo dar de hit, bastaba bajar y atravesar el bat y, con su impulso, doña blanca trazaría una parábola sobre la cabeza del tercera base y picaría en terreno bueno mientras yo estaría ya anclando en primera, disfrutando mi éxito, “Aquí estoy en lugar seguro, aquí quería estar y con quien quería, con ese 27 que tanto me hizo batallar,” diría; pude en cambio abanicar con fuerza y de manera frontal, como tirando sobre mis caderas y así lograr poner la bola entre dos y buscar la felicidad de pasar sobre la inicial y seguir a la intermedia, y decir “lo hice, aquí estoy”, a mi manera de ser, ambicioso. Tuve tiempo.  Tres metros. Blanca, pura, es una bola nueva, las costuras rojas, el sello visible en su meridiana claridad que me dice “ahí pega, conecta ahí, ésta es tu oportunidad”, y yo a la caza, por todo lo alto, amenazador bat del 5 a todo lo largo. Las manos crispadas con la fuerza suficiente para conectar, las muñecas listas, codos separados del cuerpo, hombros y piernas alineadas, capacidad y fuerza de más de 110 kilos para, con un swing largo, hacia arriba, buscar por cielo, tiempo y distancia, la barda, la calle, que se vaya para el otro lado y así dar la vuelta. Ahí estaría, zancada a zancada corriendo el cuadro, “mira 27,  la tenías en tu mano, ¿la ves?, ahora ya no la volverás a ver; está del otro lado, lo conseguí, soy feliz,”  le gritaría con todo mi ánimo.  De pronto escucho “¡Estás fuera!”
Parecía flotar, veía al umpire agitar la diestra con el puño hacia mí, no oía, sólo miraba y mi mente leía “Strike tres, estás fuera.” Se acabó, la dejé pasar, ¿por qué? Aún no lo sé, estuvo ahí todo el tiempo, la adiviné, me ayudó la falta de velocidad.  Pude, pero no quise, la dejé pasar.  Puedo decir que de nada servía aun mandándola del otro lado de la barda, el marcador seguiría siendo contrario a mí; en caso de quedar en base, ¿qué conseguiría?  ¡Nada!  La pizarra no se movería, eso no trascendería; y existe otro centenar de “peros” y justificaciones. La realidad es que no intenté ir por ella, sólo me concreté en verla y dejarla pasar.  Quizás ya estaba cansado de ver ese 27.
Sé que queda un tercio del juego y que traerán un nuevo lanzador para vernos las caras en las entradas finales.

Me tiro al campo, abre la octava y hay que servir. Quizás vuelva a la caja de bateo.  Buscaré el cambio, la recta, las curvas y habré de tirar con toda mi alma, vida y corazón, ¿por qué no?  Es mi último turno al bat y el 27 ya se fue a las regaderas, y en el béisbol de la vida, el que sale no puede volver, mientras que yo sigo jugando, como decía Anka, a mi manera.


XXII Concurso de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey