Categoría: Alumnos de Preparatoria
Segundo lugar




"Los otros"

Luis Ignacio Castillo Álvarez
Campus Guadalajara

 
 

Dejamos nadar a la imaginación
 en el mar de las posibilidades

Nos trajeron desde lejos. Vivíamos tranquilos en el rancho, yo con mi mujer y mi hija. La vida era buena en el campo, llevábamos una vida sencilla, comíamos lo que sembrábamos, y lo único que necesitábamos para ser felices era la familia. Cuando nos aburríamos veíamos el atardecer, el sol bajando por las lomas, verdes llenas de pasto y flores amarillas. Las aves volaban a sus nidos en parvadas  que parecían nubes grises. Ese día podía ver a mi hija correr en las llanuras, con mi esposa a mi lado, abrazados. Ese día ella llevaba puesto un vestido blanco, con unas manchas de café. Sin previo aviso llegaron, todo fue muy confuso y muy rápido, yo trate de defender a mi esposa y a mi hija, con todo mi poder, con toda mi fuerza, con todo mi miedo y con toda mi frustración. Eran varios y sus movimientos eran muy ágiles, esquivaban mis ataques y poco a poco me fueron enredando en su telaraña, en su trampa. Me amarraron como puerco, de las patas y los brazos, me pusieron una bolsa en la cabeza. Oscuro sin ver. Recuerdo que lo último que vi, sólo fue por un instante: mi hija y mi esposa alejándose por el llano interminable, con un paso calmo. Lo que sigue se torna confuso impreciso y casi indescriptible. Me subieron a un vehículo, lo recuerdo por el sonido del motor y su inestable avance por las colinas. Me iba zarandeando y pegando contra las paredes de la caja. Me trasladaron, calculo, por un día y medio, hasta que llegue aquí como todos ustedes. Sus voces las maldigo seis veces. Recuerdo lo que dijo el soldado al bajarme del vehículo. Aquí viene otro más, listo para morir el próximo domingo. Esa es mi historia compañeros y al parecer es muy parecida a la de todos los presentes. Sólo de una cosa estoy seguro: hoy es domingo y hoy morimos los prisioneros que estamos en esta celda. Solo una cosa lamento: no poder ver nunca más a mi hija y a mi esposa.

“Ya está empezando”, dice el hombre que parecía un gigante, aparentaba medir más de tres metros, con cuartos fuertes y musculosos. Con el pelo negro mosca, casi tirándole al verde oscuro. Silencio, alguien viene. Una multitud se escucha fuera de la prisión. Llegan cinco guardias armados con lanzas, con sus botas altas y sus uniformes negros idénticos. Señalan a un viejo de cabello gris. Tú, levántate, es tu turno. El viejo sin inmutarse grita: ¡exijo una explicación de todo esto! Los soldados con una sonrisa burlona. Se acercan y con sus lanzas lo empiezan a azotar, el viejo encabronado se abalanza cual estampida hacia ellos. Lo esquivan, el viejo ha salido a un pasillo, siente que ha escapado. Se cree libre. Corre hacia la luz, que en muchos casos significa “salvación” pero en este caso; corre hacia su muerte. Salen los soldados del cuarto lleno de nuestros propios excrementos. Afuera se oye la muerte, el aire sofocante y pesado nos recuerda con cada brisa nuestro sino. El gigante pide silencio, y todos nos ponemos a escuchar el alboroto. Se oye una música de trompetas, tal vez tocadas por arcángeles. Unos tambores retumban en la arena. Pasan 5 minutos de euforia colectiva. Los gritos casi a al extremo gutural. Del fondo pasillo oscuro sale un soldado montado en una bestia, con armadura. Se pasa de largo y ni siquiera nos voltea a ver.  De repente se oye al viejo rugir, no de coraje, no de enojo, pero sí de dolor. Una y otra vez suena su voz, con un eco que nunca podré olvidar.  Dentro del barullo pude distinguir los pasos trémulos del viejo escapando. Escapando de una muerte segura. Una y otra vez el viejo gritaba, pedía piedad y rogaba por su vida. Hasta que todo se quedo en un silencio relativo. Un silencio que sonaba al preludio de la muerte. Frío, cruel y eterno se sintió ese silencio. En un último brío de dignidad, coraje y honor, el viejo se lanza contra su atacante. No contaba con que el hábil tirano escondió una daga atrás de su capa roja. La espada penetró en la prolongada joroba del viejo, le atravesó el pecho, el corazón y el pulmón izquierdo.  Ni muerto olvidaré el sonido del viejo muriendo. Fue tan suave su último suspiro. Tan débil y tan harmónico. Vimos pasar el cadáver del viejo por el pasillo, jalado por un par de mulas. Su cuerpo desfigurado. Tronado hasta el ultimo pedazo, sus ojos con sangre, las tripas de fuera, sin orejas, sin rabo, con heridas múltiples en cada centímetro de su piel. Qué espectáculo tan grotesco es el que disfrutan esos malditos.

“Viene la segunda vuelta, uno más de nosotros tendrá que morir”, dice el gigante. De nuevo los custodios llegan con sus lanzas de prepotencia y sus espadas de arrogancia. Uno señala hacia mí, es el destino, mejor que termine rápido ―dije para mis adentros―. Una sombra se levanta a mi lado derecho. Un flaco, con el pelo enmarañado, muy pálido, se apeó. Las piernas del cachirulo temblaban y serenamente caminó hacia ese pasillo (destino).

Es como un circo romano, todos se reúnen para ver mi ejecución. Perverso es con lo que se divierten. Pero lo perverso es un arma de dos filos, digo yo. Les echare un maleficio. Son nueve los gladiadores que esperan en la arena. Embisto al primero, sus movimientos son ágiles, es un bailarín y está en su escenario el infeliz. Me burla una y otra vez. Lo dejo atrás, trato de pelear con los demás pero igual sólo se burlan de mí. Me dicen al oído, “¡que lento!, eres un poco torpe y bruto”. Estoy en el centro de la arena, un círculo perfecto. La parca sale montada en un corcel negro, con los ojos vendados. Un caballo traído desde el mismo infierno. Se abalanza contra mí, no me queda más que recibirlo como va. El jinete me clava su lanza en el lomo, ahí en donde más duele. Mis ojos ven la arena del piso, con una tonalidad mostaza, se tiñe con gotas de tinto. Una tintura que viene de mí. Del torrente que alimenta al corazón; es mi propia sangre. Me siento mareado, desubicado. Lejanos los gritos confusos escucho. Y me siento morir. La lanza deja de punzar el cuero. La parca se va resignada por donde vino. Alguien me grita, alguien me llama, por favor que sea Dios que viene a rescatarme. Giro la cabeza y con desilusión veo a mi contendiente. Chaparro, gordo y negro es él. Trae en cada mano un cuchillo. ¡Venga!, peleo contra él aun en desventaja, ¡que más da! A mano limpia. No me puedo mover como antes, soy lento y torpe. A cada paso que doy el da tres. Me clava los puñales en la espalda una y otra vez. Siento que me voy a morir, pero sigo de pie. Burla mis ataques una y otra vez. Disfruta de mi dolor y no lo culpo. En este momento no puedo culpar, ni odiar, ni sentir nada, sólo quiero morir. Parado en una esquina estoy. La gente se calla y se pone muy atenta. A veinte pasos está el que me dará muerte. Se siente un aire frío que roza mis heridas y hace que ardan de dolor. Es el preludio a lo inevitable. ¡Y voy! ¡Y voy! ¡Y voy! ¡Y él viene! El choque inevitable, la espada rebana mi cuerpo. Me siento victorioso, en el último instante les aventé un hechizo a todos estos sádicos. Un maleficio que los hará sufrir por el resto de la eternidad. Sentirán mil veces mi dolor cuando yo muera. Falta poco y todo está borroso. Me amarran a algo y jalan mi cuerpo, dejando un rastro de sangre tras de mí. El pasillo. ¡Oigan!, no teman, les eché un male…
Así fueron matándolos a todos. Ya han pasado dos horas y llevan cuatro o cinco ejecuciones. Quedamos el gigante y yo. Es un volado y la apuesta es quién va primero. De cualquier forma perdimos todas las monedas en el casino de la vida. Llegan los guardias y nos dicen “conocen el protocolo: tú, grandote, vas”. Volteo a mi lado derecho y el gigante ya no está. Registro con la vista hasta el último rincón del calabozo y no encuentro al gigante. Alguien me pega en la cabeza con un fierro. El soldado número tres dice: “¡eh, tú, gigantón, mueve las patitas”. Estoy alucinando, al parecer el gigante con pelo negro mosca casi tirando a verde oscuro soy yo. Creo que ahora sí me he vuelto loco. Pero, ¿cómo puede ser?, si somos dos personas distintas, ¿o somos uno mismo?, ¿o será cuestión de percepción? Salgo al largo pasillo. Mis pensamientos divagan a una velocidad extraordinaria en mi cabeza. Imágenes que me hacen recordar los buenos tiempos. Veo la luz tenue de un atardecer que pudo ser hermoso y ahora sólo cabe una imagen en mi mente: mi hija y mi esposa deambulando por toda la eternidad en el llano interminable.

XXII Concurso de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey