Categoría: Alumnos de Profesional
Primer lugar




"Cuando la banda guarda sus instrumentos"

Gustavo Narez Medina
Campus Guadalajara

 
 

Lunes a sábado trabaja. Cada día, al llegar a su casa, saca del bolsillo derecho su salario y de ellos deposita sólo diez pesos en el frasco de mayonesa limpio que guarda sobre su buró. El resto del dinero se desvanece entre alimentos fríos y la renta mensual de ochocientos pesos.

Sistemáticamente, los sábados por las noches, bajo la regadera de su pequeño departamento, cambia su piel espolvoreada de pequeñas manchas de mezcla de cemento por una limpia y de color vainilla. Viste sus pantalones vaqueros, fieles por más de dos años de sábados nocturnos, los amarra con su antiguo cinturón piteado, y así vestido desarruga su bonita camisa negra con la plancha comprada en abonos semanales.

De esta manera se presenta frente al Chapu´s Bar, lo más seguro y erguido que puede sobre ese par de botas vaqueras, enderezando de vez en cuando el sombrero blanco que resulta ser un poco grande para su cabeza ovalada. Solo. Se incluye al grupo de extraños que le parecen más viables para ayudarle a pasar la cadena de entrada. Solo. Cambia su ahorro semanal de sesenta pesos por el boleto que le permite completar la entrada. Solo. Mira a la banda tocar canciones mexicanas, las escucha una tras otra por los primeros quince minutos. Solo. Mira alrededor y trata de inferir la situación de cada una de las mujeres del lugar: acompañada, raramente sola como yo, con ganas de bailar o solamente de tomar y fumar, seguramente con ganas de que vaya a invitarla a bailar alguien como yo…

Después de cuatro canciones, la banda decide interpretar a Joan Sebastian con la canción “Sentimental”, y la rubia sentada al fondo del lugar hace bailar lenta e inconscientemente sus piernas cruzadas. Él, sin titubear, se abre paso por entre las personas y camina en línea recta hacia ella. Ella lo mira desde que emprende su camino, voltea a verlo un par de veces arqueando las cejas y se gira lo suficiente como para dejar en claro el no querer ser molestada. Pero eso no le importa a él y llega hasta su mesa.
Buenas noches, señorita, ¿gusta bailar? Esta canción está buena. Ándele, nomás una, ésta, que está como para bailarla. Como no hay nadie en su mesa que la saque. ¡Ah!, ¿esta esperando a alguien? Bueno, porque sí está buena para bailarla, ¿eda? Bueno, si está esperando a alguien pues ni modo, ni qué hacerle. Pero qué bueno que le gusta a usted también esta canción de Joan Sebastian. ¿Cómo me dijo que se llama usted? Ah, bueno, qué bonito nombre. Está bien, nos vemos al rato, ¿okei? Que se la pase muy bien, eh, hasta luego. Disfrute esta canción, que esta buena, ¿eda? Es de Joan Sebastian...
Decidió sentarse por quince minutos en las anchas escaleras que llevan a los baños del lugar, y no porque se le hubieran quitado las ganas de bailar porque una muchacha le dijo que no así de esa manera como de tajón, porque seguramente esa señorita estaba esperando a algún novio muy celoso y no vaya él a querer que le echen bronca por una muchacha, porque seguramente fue eso y no que ella no haya querido bailar con él porque le queda muy grande el sombrero o porque camina chistoso con esas botas que le aprietan, y mucho menos por la pequeñísima mancha de salsa que por más que talla no la puede quitar de sus jeans de los sábados, ellos tan fieles por más de dos años, que fueron a mancharse por una mera distracción. Pero ahorita le sigue a la invitadera, nada más agarra un poco de aire, que es lo que necesita, y no cerveza, a pesar de que tenga sed, que para comprarse unas tres cervecitas tendría que ganar un salario así como el del que maneja la grúa, más o menos, porque si ganara como el chofer de la cementera que les lleva la mezcla en ese bonito camión de volteo pues podría hasta comprarse un cartón, y aunque no se lo acabara él solito se podría sentar en una mesa de esas de las de la esquina para dos personas y ahí agarrar aire y no tener que sentarse en las escaleras que dan al baño… porque el dueño de aquí también quiere ganar su dinerito, y pues no lo deja sentarse a uno en una de esas mesas si no le compran un cartón al menos. Pero ahorita que agarre aire le sigue a la invitadera

Se incorporó al ver pasar a su lado una fémina cobriza de jeans apretados y blusa escotada. Ajustó su pantalón y su sombrero un poco grande para su cabeza ovalada, y la siguió a través del lugar a cuatro pasos de distancia, esperando que se sentara para amablemente invitarla a compartir la pista bailando con él. Pero dio la media vuelta inmediatamente al ver que esa morena resultaba estar acompañada por un corpulento bigotón que seguramente no estaría de acuerdo con sus intenciones. Como de costumbre, no le importó el acontecimiento y se acomodó de nueva cuenta su sombrero un poco grande para él. Miró alrededor y descubrió a dos mesas de distancia a cinco mujeres, tres rubias y dos de cabello oscuro, puso en su rostro una gran sonrisa, tocó el hombro de una de ellas y dijo su discurso preparado. Por alguna razón las cinco muchachas no le quitaron la vista de encima durante el minuto y medio que no dejó de hablar ni un momento y estallaron de risa cuando concluyó: “…por eso es que creo que usted tiene que bailar conmigo, ¿cómo ve?”. Sin quitar su gran sonrisa esperó a que se les acabaran las carcajadas y le tendió la mano a la invitada, pero quedó su mano extendida sin ser aceptada por su semejante femenina. Cerraron completamente su círculo y hablaron entre ellas a risotadas, ignorándolo completamente, hasta que descubrieron que ya se había dado por vencido y se había retirado de su mesa.
Siguió librando la noche, mujer tras mujer, recibiendo toda clase de respuestas, pocas de ellas repetidas: estoy esperando a mi novio; no me gusta esta canción; al ratito bailamos, ¿OK?; no sé bailar, amigo; se ve que la de allá quiere bailar, ¿porqué no la invitas a ella, eh?; lo que pasa es que no me gusta la banda, nada más vine aquí porque, porque...
En ningún momento perdió los ánimos, siempre iba erguido sobre sus botas y con el sombrero bien acomodado. Pensaba todo lo que iba a decir antes de hablar, las miraba lo más dulcemente que podía, les extendía la mano amablemente y, de vez en cuando, sólo cuando le parecía pertinente, les decía lo bonito que tenían sus ojos. En una ocasión se le salió el subconsciente y le dijo a una muchacha de ojos verdes que no sabía porqué, pero que se le antojaba tener un ojo izquierdo como el suyo de llavero. Pero que no se alarmara, que nada más era algo así como de sueño, que no se preocupara por él, que no iba a hacer nada al respecto, si tuviera ella tres ojos tal vez le pediría uno, pero como nada más tiene dos, pues no, ¿verdad?, je, je, que estaba bien, que de todas formas ya se iba, que adiós.

Fue así por todo el lugar hasta que se dio cuenta de que ya había invitado a todas y cada una de las mujeres a bailar, y que ninguna había aceptado su invitación, por diferentes razones que seguramente son ciertas, aunque a veces, cuando le decían que no les gustaba bailar, las veía un par de minutos después con algún otro tipo durar casi seis canciones en la pista.

Pensando en cómo resultaban ser de esa forma las mujeres, se sentó de nueva cuenta en el tercer escalón de las anchas escaleras que llevan a los baños. Imaginó por un momento ser ingeniero, así como el que les dice lo que tienen que hacer a personas como él en la obra, que mira sus planos, hace mediciones y sabe siempre exactamente lo que hay que hacer.

Y si en algún momento alguno de nosotros no cumple como él quiere no le da miedo levantar la voz y ponernos en nuestro lugar, que es trabajar como se debe, con mucho entusiasmo y fuerza, aunque no podamos comer bien con el salario que nos dan o tengamos sed por ese solazo que hace al medio día. Pero siempre es buena gente con los que lo visitan de traje y corbata, los que a veces también a él le levantan la voz, aunque no tanto como él a nosotros. De cualquier forma me cae bien el señor ingeniero. Siempre lleva pantalones diferentes, como si tuviera uno para cada día del año, y ninguno de ellos con manchas de salsa, y siempre lleva gorras de equipos de beisbol o futbol americano, que no le quedan ni grandes ni chicas, sino al puro centavo. Por eso pienso que debe de ganar más que yo para poderse comprar todas esas cosas, porque también tiene un Tsuru del año y, por lo que he visto en el Sólo Ofertas, la mensualidad de esos coches sale como en el triple de lo que pago por la renta de mi departamentito…

La banda termina su última canción a las cuatro de la mañana y comienzan a guardar sus instrumentos. Una a una se van las personas, dejando cada vez más vacío el lugar. Él los ve desde las escaleras, recordando la respuesta de cada una de las mujeres que pasan la puerta de salida. Imagina cómo el ingeniero debe de invitar a las licenciadas de las oficinas principales de la constructora, cómo ha de entregar las llaves de su Tsuru nuevecito a los del valet parking, cómo ha de pedir una mesa junto a la pista y un cartón de cervezas para él y la licenciada, cómo ha de ser retefeliz con esa su vida que tiene de ingeniero… Y, sin saber por qué, le brota una lágrima que rueda por su mejilla, mientras observa que la banda sale del lugar sin siquiera voltear a mirarlo, sentado ahí, solo, en las anchas escaleras que llevan a los baños del Chapu’s Bar.

XXII Concurso de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey